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Ensayo sobre el racismo y los derroteros recientes de la humanidad

El refranero nos advierte que comparar resulta odioso, pero la ciencia recurre al análisis comparativo en busca de discrepancias o regularidades como fuente de conocimiento, y lo aplica incluso a cosas aparentemente inconexas donde pudieran subyacer comportamientos comunes poco aparentes. Y así se genera nuevo conocimiento, o surgen hipótesis que, lógica­mente, habrán de someterse a prueba antes de adoptarlas como válidas.

En este breve ensayo se intenta dar una explicación al nuevo arrebato de xenofobia y nacionalismo que está sacudiendo a las civilizaciones en estos inicios del Siglo XXI. Lo haremos comparando dos sistemas complejos dispares: el biológico y el cultural, aunque ello implique tener que abordar algunos aspectos tradicionalmente incómodos relacionados con nosotros los humanos; en términos científicos, Homo sapiens.

En la evolución de las especies biológicas, y en las animales en particular, se conocen los mecanismos de diferenciación progresiva que con el transcurso del tiempo, mucho tiempo, acaban por generar dos o más especies segregadas a partir de una inicial; es decir, que las especies “hermanas” acaban por ser genéticamente incompatibles entre ellas, o si por casualidad se cruzan y tienen descendientes (híbridos), éstos no prosperan o son infértiles. Este proceso, que conocemos por especiación, puede ocurrir en alopatría (patrias separadas) o simpatría (misma patria). El primer caso se da cuando algún fenómeno geológico o climático, establece una barrera que limita mucho o impide del todo el intercambio de individuos, y por ende genético, entre las subpoblaciones que quedan separadas. Cada una evolucionará independientemente, afrontando los cambios de su particular entorno: se adaptan, acumulan paulatinamente pequeñas diferencias que la van haciendo cada vez más incompatibles entre sí, hasta llegar a la separación definitiva cuando ya no pueden cruzarse, aunque coincidan en el mismo espacio. Son especies diferentes, y este tipo de especiación alopátrica es el más frecuente, mediando periodos de tiempo muy variables, desde decenas de miles de años a millones de años. El león, el tigre de Bengala, el leopardo, el puma y el ocelote compar­ten un mismo ancestro común, y constituyen un buen ejemplo de especiación geográ­fica (por continentes).

En el siglo XIX y parte del XX, se designaban como “razas geográficas” a las subpoblaciones geográficas algo diferenciadas, con rasgos morfológicos distinguibles, pero aún a medio camino de convertirse en especies diferentes. Actualmente, la Biología emplea el concepto de subespecie, y es común y normal que muchas especies están constituidas por varias subes­pecies (la cabra montés, el elefante, la zebra, etc.) que con el tiempo, como venimos expli­cando, deberían acabar dando lugar a especies independientes. Esta circunstancia también ocurre en Homo sapiens, solo que en nuestro caso persiste una suerte de tabú a la hora de tratar el tema, bajo pena de ser acusado de nazi, racista, o cualquier otra fórmula de excomu­nión política o social por ser asunto incómodo o contrario a la dignidad humana.

Las razas humanas –y por lo pronto nadie niega que existan diferentes linajes humanos–, son razas originalmente asociadas a los territorios geográficos dispares donde se diferenciaron a partir de un tronco común, y por tanto, son subespecies en términos biológicos. Todas las razas humanas son inter-fértiles, y de ahí que se reconozca una sola especie: Homo sapiens. El error y la confusión ha consistido en considerar a una de estas razas como la “especie” titular, y a las demás como “subespecies” o una suerte de rango inferior, cuando lo cierto en Biología es que la especie está formada por el conjunto de todas las subespecies, y ninguna es más que otra. Morfológicamente diferentes sí son, pues se han adaptado a diferentes entornos ecológicos para mejorar su supervivencia en ellos, pero esto no tiene nada que ver con la dignidad humana, que va por otros derroteros, como explicaré. El concepto de superior o inferior aplicado a las razas, será siempre una valoración ajena a la ciencia, y no entra en las presentes consideraciones. Un zoólogo extraterrestre que hubiera muestreado en la Tierra hace unos 10.000 años no hubiera tenido problema en describir y poner nombre a unas cuantas subespecies de Homo sapiens, y luego reflejar su distribución en un mapamundi.

Aparcado el espinoso asunto de los diferentes linajes humanos y el modo de nombrarlos (razas, etnias, subespecies, etc.), adentrémonos en el segundo caso de especiación: la simpá­trica. Esta ocurre cuando la población original de una especie se segrega en el mismo lugar, mediando mecanismos de tipo ecológico o etológico (comportamiento) que faciliten el aisla­miento progresivo de las subpoblaciones. Por ejemplo: unos individuos son activos durante el día y otros durante la noche; unos adoptan una planta alimenticia diferente a la que comen los otros, etc. Al optar por diferentes nichos ecológicos, la selección natural irá favoreciendo las novedades (mutaciones, combinaciones genéticas) mejor adaptadas a cada nicho, y a la larga las pequeñas diferencias irán consolidando la separación hasta alcanzar el aislamiento reproductor. Esta modalidad de especiación es menos frecuente y hay científicos que incluso dudan que pueda producirse.

Ahora bien, lo que interesa al objeto del presente ensayo no son estos casos de simpatría primaria, sino los de “simpatría secundaria”. Ésta se da cuando dos poblaciones que se mantuvieron cierto tiempo en alopatría, pero no lo suficiente como para convertirse en nuevas especies, vuelven a coincidir en el espacio porque la barrera que las separó desaparece, o porque algún vector traslada contingentes de una subpoblación al territorio de la otra. Tras el reencuentro, pueden ocurrir dos vicisitudes: (a) las diferencias que se habían forjado entre ambas subpoblaciones son mínimas o insuficientes para impedir el libre cruzamiento entre unos y otros individuos, y en poco tiempo todo se mezcla y vuelve a compartirse el genoma (panmixia), con lo que el proceso de especiación aborta; y (b) cuando existen diferencias morfológicas o etológicas que sin llegar a impedir físicamente los cruzamientos, los dificultan o los hacen menos frecuentes (rechazo, aversión, etc.). Consecuentemente, habrá más empare­jamientos entre individuos de la misma subpoblación (“intra-raciales”) que entre individuos de diferente subpoblación (“inter-raciales”). Lo significativo del caso es que los descendientes de los cruces mixtos llevan las de perder, recibiendo la presión competitiva de uno y otro lado, quedando marginados del territorio, con poco acceso a los recursos y, por ende, con menos probabi­lidades de dejar descendencia. Hay selección negativa contra ellos; se les anula o elimina, y como consecuencia las dos subpoblaciones aceleran su separación generación tras generación, diferenciándose de modo más rápido y contrastado si cabe. La simpatría secundaria fuerza el aislamiento de forma más expeditiva y aboca a las especies en formación (subespecies) a ocupar nichos diferentes. Consecuentemente, las especies hermanas formadas en simpatría secundaria suelen ser más desiguales morfológicamente o en su comportamiento que las especies alopátricas.

Estos son procesos conocidos en Biología evolutiva que afectan a los primates, al igual que a otras especies animales. ¿Y qué ocurre con los humanos que, indudablemente, estamos incu­rrien­do en simpatría secundaria en muchas zonas del planeta? ¿Estamos en fase (a) de mezclarnos todos y acabar por anular el proceso de segregación que se inició hace unos cuantos cientos de miles de años, o nos enfrentamos a la situación (b) donde los mestizajes llevan las de perder, y acabaremos separándonos cada vez más con el tiempo?

Dentro del reino Animal, los humanos somos ciertamente singulares, pues en nuestra especie se da un hecho único en la historia de la Evolución (y si lo hubo antes, ha desaparecido), y consiste en contar con una mente consciente que opera en nuestro cerebro de mamífero avanzado, siendo ambos sistemas, materia viva y materia pensante, físicamente inseparables. La condición humana deriva de la mente y el desarrollo cultural que ha propiciado. Somos, pues, el resultado de una coevolución cultural y biológica. Así se han formado muchas de nuestras capacidades, como el caminar erguido (la anatomía se ha adaptado para poder hacerlo, y el hacerlo se transmite por aprendizaje cultural), o la expresión hablada. Téngase en cuenta que la evolución biológica –también llamada “darwiniana”– se fundamenta en la transmisión de información por vía genética de generación en generación, requiriendo miles, decenas de miles o centenas de miles de años para incorporar cambios y mejoras. La evolución cultural, por el contrario, se basa en la transmisión de información por vía visual y del lenguaje, y pasa de individuo a individuo en tiempo real o diferido, en una misma generación, o a las siguientes inmediatas o próximas. Lo que yo aprendo puedo enseñárselo a mi hijo, a mi vecino, o a cualquier humano del futuro si lo dejo anotado en un libro. Por eso, la evolución cultural auspiciada por la mente es extraordinariamente rápida comparada con la biológica o darwiniana. En algunos otros animales se da también la transmisión cultural, pero de forma muy limitada (aprendizaje visual directo). Por lo pronto, los humanos nos hemos descolgado de la evolución biológica darwiniana, que es la que prima en todos los seres vivos. En nuestra especie, ya no son solo los factores selectivos naturales los que controlan la probabilidad de dejar descendencia, sino que son los culturales (fobias, filias, tabús, religiones, castas, dinero, voluntades, codicia, etc.) los que adquieren mayor relevancia, lo mismo que los avanzados logros de la medicina y tecnología, incluida la capacidad de manipular nuestro propio genoma. Y todo ello ocurre sin que se hayan anulado por completo los comportamientos innatos que nos corresponden como mamíferos, los llamados instintos animales (reproductor, cazador, prote­ctor, etc.). La cultura se encarga de domeñarlos, suprimirlos o encauzarlos hacia esquemas éticos propios de los humanos, pero no dejan de estar ahí y surgen a poco que falte el control, o particularmente, en situaciones de riesgo individual o colectivo. Pero este es otro tema que quizás merezca un ensayo aparte.

Lo interesante, bajo la óptica de la teoría de sistemas, es que tanto la evolución biológica como la evolución cultural, son sistemas complejos adaptativos; es decir, que se proyectan en el tiempo sometidos a la selección del medio que elimina los ensayos que no funcionan y favorece lo que sí, de modo que el sistema aprende, se adapta y progresa. Otros sistemas complejos adaptativos son el lenguaje, o el sistema inmunológico, o el mercado, y por muy dispares que sean sus elementos, su funcionamiento es básicamente el mismo, y permite hacer comparaciones reveladoras.

La mente es una propiedad emergente de la biología, como la biología es una propiedad emergente de la química, y esta a su vez lo es de la física. Si la mente y la evolución cultural no se hubiera producido, Homo sapiens seguramente se habría diversificado en un ramillete de especies adaptadas a su particular patria geográfica, y no podrían cruzarse sexualmente, aunque tuvieran oportunidad de hacerlo. Pero la mente aporta conciencia, anticipación, determinismo y otros aspectos de comportamiento –como son los actos guiados por la ética o sentimientos religiosos– desconocidos hasta entonces en la evolución animal. El caso es que los humanos, con nuestra capacidad de trasladarnos muy incrementada mediante la domesticación de otros animales o empleando artilugios tecnológicos, hemos roto las barreras de nuestro aislamiento geográfico originario, entrando en simpatría secundaria. ¿Y qué está ocurriendo? ¿Nos fundiré­mos en un todo común e igual, o nos diferenciaremos cada vez más y más rápidamente?

En nuestra especie, como amalgama biocultural que somos, la respuesta no es tan simple. Cierto es que el racismo de corte biológico, los guetos, el ostracismo contra los mestizos, o las luchas directas entre grupos étnicos, son muestras inequívocas de que hay presión biológica hacia una separación forzada, expresada en forma social; pero no es menos cierto que el factor cultural complementa, modula o distorsiona el factor biológico. Ideas como la equidad, la justicia, la no discriminación por razas, la solidaridad, la igualdad de los derechos humanos o la de ciudadanía, son potentes moduladores de las tendencias biológicas capaces de anular la tendencia a la disgregación. El racismo de entronque biológico ha sido superado en muchas civilizaciones y las “subespecies” van camino de fundirse a pesar de las diferencias en el color de la piel, el olor, la forma de los ojos o la textura del pelo. Digamos que hay una tendencia hacia la panmixia. Nos asombraría conocer la mezcla de alelos de distinta procedencia que atesora ya el ADN de cada uno.

Pero si uno analiza las manifestaciones del racismo, podrá advertir que además del biológico, también lo hay de corte cultural –llamémosle xenofobia– , y uno y otro operan a menudo de manera conjunta. El rechazo frente a otras culturas bien podría ser el mecanismo equivalente que opera en la evolución biológica, expresado en la evolución cultural. Ambos son sistemas complejos adaptativos, como ya se dijo, y no tendría nada de extraño que funcionasen de modo similar.

Los niveles y formas de tribalismo, desde el nivel básico de la familia, a la tribu, al gremial, al nacional o al religioso, son formas protectoras del “yo” –o presunto “gen egoísta” de Dawkins– que entroncando en lo biológico se mezclan para acabar en lo estrictamente cultural. Desde el más arcaico tribalismo hasta la más avanzada civilización racionalista, hay toda una panoplia de situaciones en la que la mente, con su razón, se impone en lo social, a los instintos más básicos.

Todo esto sugiere que las culturas son entidades equiparables a las especies biológicas, sujetas a evolución cultural y partícipes de los mismos tipos de mecanismos de selección y segregación de los sistemas complejos adaptativos. Admitamos que los efectos de la simpatría secundaria biológica podrían ser refrenados y superados por los esquemas culturales, pero ¿qué pasaría si existiese una simpatría secundaria de tipo cultural con efectos igual de profundos y sistém­icos? ¿Quién lo superará? ¿La propia cultura?

El reencuentro de culturas que se han diferenciado en alopatría puede acabar, si no eran muy diferentes, con la fusión de ambas o en una tolerancia más o menos consentida. Pero si había diferencias importantes, cabe esperar un recrudecimiento de los aspectos separadores, incluso de manera brusca o violenta, particularmente si se las fuerza a la convivencia.

Fenómenos recientes como el turismo y sobre todo la globalización, están poniendo a prueba los niveles de tolerancia y resistencia cultural, y parece que en más de un caso han superado la resiliencia del sistema, desatado mecanismos de autoafirmación y rechazo de todo tipo; léase un repunte de la xenofobia/racismo y los nacionalismos.

Podría ser distinto, pero todo apunta a que los humanos estamos lejos de fundirnos en una única civilización universal, en una panmixia ideológica. Es el deseo de muchos, pero nada probable. Si la hipótesis de simpatría cultural secundaria resultara ser cierta, las culturas están abocadas a enrocarse, a encerrarse en sí mismas y diferenciarse cada vez más de las más dispares. Es el mismo mecanismo que fuerza a las especies biológicas a separarse, solo que aquí se diferenciarían las culturas dentro de la misma especie. Nótese, que los medios, las películas, o Internet cuelan determinadas culturas en otros ámbitos culturales sin necesidad de la presencia física de individuos. Algo nuevo, cuyas manifesta­ciones más extremas quizás estén aún por verse. Si la globalización –propiciada por el mercado y las redes de comunicación– no ceja su presión homogeneizadora, es muy posible que nos conduzca a nuevos tiempos de barbarie, de regreso a la tribu; tiempos aciagos y oscuros para la ciudadanía universal con la que muchos soñamos.

Como colofón, cabe preguntarse si ese mercado que podría traernos consecuencias desagra­da­bles, y que parece gobernarlo todo en los tiempos actuales, es realmente un instrumento manejado por los humanos al servicio de sus intereses humanos, o si, por el contario, es un nuevo sistema emergente en nuestro planeta –emanado de la mente, en este caso– que se nutre de información, con su propia dinámica y escala global, en el que los humanos y nuestros artilugios pasamos a ser meros elementos constitutivos; es decir, piezas del ajedrez y no los jugadores.

Pero éste es también asunto para otro ensayo.

Antonio Machado Carrillo

La Laguna, 15 abril 2017

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