Moisés se dedicaba a tallar la madera y tomó gusto por hacer enanos de jardín a los que coloreaba y daba algún rasgo distintivo, de modo que cada parterre o balconada habitado por una de sus esmeradas tallas, adquiría un sello propio que todos los afortunados propietarios tenían en gran estima.
Una buena mañana, soleada y adornada por el trinar de las aves, Moisés oyó cómo el repiqueteo de los cascos de caballo de una calesa cesaba al llegar a la altura de su taller. Dejó el buril a un lado, se limpió las virutas de madera del mandil, y esperó atento a las sombras que se filtraban bajo la puerta. Poco tardó en presentarse un personaje bien rasurado y peinado, ataviado de ricas telas, y con ademanes cortesanos, que así habló:
‒ ¿Eres Moisés el artesano que hace enanos?
‒ Sí, lo soy; para servirle‒, respondió nuestro hombre con una breve inclinación de cabeza en reconocimiento a la hidalguía que percibiera en su interlocutor.
‒ Soy el chambelán del Rey. Hasta palacio ha llegado la fama de tus enanos y Su Majestad quiere que le hagas uno para adornar su patio privado.
‒ Nada más fácil, mi señor‒, y diciendo esto se giró y tomó el primer enano que, alineado con otros, descansaba en una repisa a sus espaldas, y se lo ofreció a su distinguido visitante con una sonrisa beatífica.
Ello provocó una sonrisa no menos beatífica en el chambelán, y como si explicase a un colegial la obviedad más obvia del universo, le aclaró benévolo mientras abría mucho los ojos:
‒ Mi querido maese Moisés; creo que igual no me he explicado bien. Se trata de un enano para el Rey …
La respuesta del buen artesano, no se hizo esperar:
‒ Excelencia; todos mis enanos están hechos como si fuesen para el Rey.
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