Podrá tener cuarenta o cincuenta años, con su cuerpo magro embutido en ropas colgantes: falda marrón a tablas hasta las canillas, un jersey de cuello alto azul oscuro, y sobre él, una chaquetilla blanca de chándal, bastante ajada. Sus pies, oscuros, calzan gruesas sandalias y un pañuelo de colores muertos, atado por detrás y tan oscuro como ella misma, le cubre la cabeza. Aunque, a decir verdad, los caboverdianos son negros desteñidos, tirando a color café-con-leche.
Ahí está esa mujer, en medio del patio trasero convertido en improvisado ‘bar da Amizade’. Un grupo de chicos jóvenes brindan con groge, el rudo ron local. Tienen guitarras, un violín y un par de maracas, y entre la cháchara y sus brindis, arrancan con una musiquilla que evoca al fado, pero más bailonga –una morna, quizás– luego una coladera, y así, se suceden los cánticos y los brindis, al amparo de una música cálida preñada de añoranzas.
Entre canción y canción, ella espera quieta mirando el suelo, pudiendo ser madre de todos ellos. Cuando arranca la música, comienza a mover sus caderas con cadencia de palmera al viento, rodando sus sandalias a cada tanto. Posa una mano en el pecho y con la otra en alto, se deja llevar por un compañero invisible o innecesario.
Todos pasan a su lado, entran y salen del improvisado escenario, se sirven las mesas y la ignoran en un mutuo acuerdo, porque ella también ignora todo, abducida por sus recuerdos – si es que los hay– o simplemente se rinde al ritmo embaucador de la música, que es un gran poder.
Siento una tierna envidia. Ella vive su música desde dentro. ¡Ah! don de los simples… o de los locos. Y yo seguiré siendo un espectador externo y extraño; notario de momentos así.
Ribeira Grande (Cabo Verde)
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