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Sudo. Me he quitado la camisa y sigo sudando. Son los gajes del trópico, supongo. Me rodea la noche y una orquesta de ruidos nuevos; pitos y timbres metálicos, segaderas y rillar de acrídidos y fulgóridos enigmáticos; la bombilla de la pared está orlada por un regimiento de polillas de todos los tamaños; algunas vuelan y generan sombras fugaces. Siento el suelo fresco en la planta de mis pies descalzos. Alguien ha prendido la radio y suena música colombiana, marchosa, con acordeón, tonos altos y ritmo de salsa. Es el trópico a rauda­les. El trópico agridulce de Colombia.

Llevo una semana en estas tierras que son, simplemente, distintas. Todo empezó en el seno del DC10 de Iberia, en Madrid. Tomé asiento y al rato percibí como se abría una puerta hacia otro mundo. Apenas hacía 7 días que había viajado de Ginebra a Barcelona y luego a Tenerife. ¡Qué distinto en la vieja y entrañable Europa! Ahora, sentado en aquel monstruo tecno­lógico de aluminio y perfección, me dejaba penetrar por el bulli­cio de unos pasajeros de guagua, cargados de paquetes; mezco­lanza de razas, de gentes de mirada directa e interrogan­te, de sonrisa fácil y comentario sonoro, buscando cómplices en un acto extraño e inquietante para la mayoría de ellos. La tripa de aquél avión se llenó de color y de razas, y allí estaba yo, reclinado en mi asiento, intentando largar amarras para abrir el espíritu a un plato fuerte: mi primer viaje a Colombia.

Hicimos escala en Santo Domingo donde la demora de rigor era un mero anticipo de una concepción diferente del tiempo. Me alegré, pues aquello sabía distinto, a Caribe, a luz, a calma, a goce del saber ser y estar: un secreto vedado a la mayoría de los europeos.

— «Pueeedes pagaar con dooolares, mi amoooor…», así me decía la cajera del bar, una joven mulata, ancha de todo y sonrien­te, con esa piel cafetera, tersa y cósmica que solo la amalga­ma de dos razas puede concebir. ¡Que razón tenía Fidel! Las mulatas son algo serio. Te agarran en la genética y atacan por lo bajo, haciéndote dudar de los puntos cardinales. Las gran­des mulatas son las sirenas de la modernidad.

* * *

Llegué a Bogotá de noche y en la incertidumbre. No sabía si la organización del Seminario había recibido mi fax y si tenía reserva de hotel y billete para continuar vuelo a Popa­yán, en el valle del Cauca. Los taxis de Colombia son reli­quias de los años 50 que hacen de la amortiguación un deporte agotador. Camino a la ciudad —esquivamos una vaca en la «auto­pista»— me fui ente­ran­do de que ya no existía el Hotel Hil­ton, mi supuesta reserva. El hotel había cambiado de manos y ahora se llamaba «Orquídea Real». Resultó ser un hotel de lujo con estándares y precios cuasi-europeos. Los viajes transoceá­nicos tienen un modo muy peculiar de cansar, de modo que la ducha obligada y la primera dormida confortable se convierten en un milagroso reconstitu­yente; algo así como la vuelta al útero de la civilización.

Amanecí sobre Bogotá a la altura de no sé qué planta de un rascacielos de lujo. Enorme ciudad esparramada en un alti­plano a 2500 m de altitud y con 6 millones de seres ocultos. Tuve que abrir la ventana para percibir el aire fresco, el sonido de aves y romper el precinto del encapsulamiento que genera todo ventanal en los hoteles. Allí abajo estaba el mundo real y yo, arriba, en la estratosfera (al menos, econó­mica).

En el aeropuerto me enteré de que no habría vuelo a Popayán hasta el lunes a las 6.30 am, de manera que regresé a Bogotá a pasar un día varado, de turismo. Fui al «mercado de las Pul­gas», un mercadillo callejero que se forma todos los domingos a lo largo de más de 1 km de avenida colorista y bu­lliciosa. Lucía el sol.

Todos los mercadillos «de viejo» tienen algo de común con su trajín de gentes serpenteando entre infinitos puestos de venta. Pero el de Santa Fé de Bogotá es algo insólito. Al margen de la cacharrería y artesanías de rigor, asombra ver radios o cualquier otra máquina (batido­ras, radia­dores, alica­tes, pantallas de lámpa­ras, fonógrafos, etc) despiezados hasta el último tornillo y solenoide; patas de sillas, muñecas semirrotas, panta­llas de lámpara, un sismó­grafo viejo, radia­do­res de coche… Y si todo esto se vende es que se usa. Aquí reparan las cosas hasta extremos insólitos; todo se recicla hasta morir exhausto por agotamiento o colapso absoluto.

Y allí estaba yo, intrigado y absorto en la mega-diversi­dad ofertada, en la artesanía, en los rostros indianos reflejo de una multiplicidad de razas que no atiné a clasifi­car, sacando fotos aquí y allá, probando toda suerte de fru­tos desconocidos, de cháchara con los vendedores y cubierto por la mágica aura que protege a los cándidos felices. Luego me enteré de que soy de los pocas personas que ha cruzado el «mercado de las Pulgas» con una sonrisa en la cara y una máquina de fotos colgada al hombro sin haber perdido ninguna de las dos.

* * *

El lunes temprano me encontré en el aeropuerto con Maxi­mina Monasterio, de la Universidad de los Andes (Mérida, Venezuela). Ella, como co-directora del Seminario, ha sido la «culpable» de que ahora me encuen­tre en Colombia y mi gratitud es sincera. Después de mucho ajetreo consiguió billete para Popayán junto a otros colegas de Holanda y Venezuela que acudían al mismo seminario. En toda Sudamérica hay que recon­firmar los vuelos insistentemente, e incluso así, no es muy seguro que te guarden la plaza. Fuimos afortunados.

Popayán es una pequeña y coqueta joya urbanística, pues con­serva la estructura, edificios y sabor de la época colo­nial. Parte del buen estado de las casonas y monumentos se debe a que fueron reconstrui­dos y arreglados después de un gran terremoto en 1983. Para entender España bien, su carisma y valía, hay que venir a América. Hay cosas que se aprecian mejor desde aquí, con perspectiva en el espacio y en el tiem­po. Allá somos realmente ignorantes de nuestro acervo y del destacado sitio que corres­ponde a España en el paisaje cultu­ral de los pue­blos.

Maximina eligió bien la sede del Seminario sobre montañas tropicales. Nos hospedamos en el hotel La Plazuela, de sabor monástico, con patios cuadrangulares rodeados por dos plantas con columnatas y cubierta de tejas enmohecidas. Simplemente acogedor.

El Seminario en sí fue un éxito; lo organizó la IUBS (Unión Internacional de Ciencias Biológicas) y la UNESCO y no me quiero extender sobre ello. Hubo buena participa­ción, unas 160 personas; muchas de ellas eran colombianas, gente joven recién acabada la carrera o a punto de hacerlo. Otros presen­taban con nerviosismo los primeros resultados de sus investi­gaciones ante los «popes» como Maximina Monasterio o el profe­sor Van der Hammen, cuyos libros estudiaron por años en la universi­dad, y ahora los tenían allí, en carne y hueso, como si de un tribunal supremo se tratase. Por su parte, las comu­nicaciones y conferencias de los «seniors» sobre cambio glo­bal, biodiversidad, procesos ecológicos, etc. fueron de gran altura y rigor. En una semana escasa me he formado una idea aceptable de la ecología general de las montañas tropi­cales. No puedo quejarme.

Me tocó improvisar una comunicación sobre «La impor­tan­cia del vulcanismo en relación a la biodiversidad en islas oceáni­cas montañosas». Elegí este tema basado en ejemplos de mis investigaciones sobre la evolu­ción y distribu­ción de los coléopteros carábidos en Canarias, pues el vulca­nismo se venía tratando como un mero factor de extinción de especies. Llamó la atención por lo novedoso y me alegro de que Maximina me forzara a presentar una contribución, pues mi papel en el Seminario era, en principio, el de introducir y dirigir la sec­ción sobre «Conservación y manejo». No traje material alguno, pero en ambos casos impro­visé unos esquemas y dibujos sobre láminas transparentes de acetato y pude capear la situa­ción. Expuse las ideas insertas en la nueva estrategia mundial «Cuidar la Tierra», que siempre resultan muy atracti­vas. Bueno, en realidad creo que me gané al público desde el prin­cipio, a pesar de lo variopin­to que era. No deja de asom­brarme la capacidad que tengo para raptar la atención y llegar direc­to y con impacto a la gente, pero es absurdamente cierta (y me produce algo de temor). En definitiva, corte oreja y casi vuelta al ruedo. De hecho, la organización me pidió que diri­giera el debate final, propues­tas de investigación, con­clusio­nes del semina­rio, etc. Una jornada agotadora, pero muy, muy gratificante.

Creo sinceramente que para muchos biólogos colombianos allí presentes, estas jornadas marcarán un hito en su carre­ra. Tuve largas parrafadas con el grupo de estudiantes hacién­doles ver lo que supone entregarse a la Biología como profe­sión y a la Conservación como especialidad, convenciéndoles de que Colombia, merece la pena. Miguel, Sandra, Yolanda, Diego, etc, me recordarán.

También me alegra haber contribuido a establecer una cabeza de puente hacia el área de conservación y gestión a partir del mundo excesivamente académico y cientificista que hasta ahora venía inspirando al programa de montañas tropica­les. Me parece que esa era la intención de Maximina y propuso incluirme en el Comité científico del programa. Acepté. Creo que está realmente contenta con mi participación.

Otra de las gratas sorpresas del Seminario fue encontrar­me con Mario Rojas, de Costa Rica, a quien conocí hace 11 años en un seminario de parques en Canadá y Estados Unidos. Esto del conservacionismo tiene algo de gran familia, de «cosa nostra» en el mejor de los sentidos.

* * *

El viernes por la noche fue la fiesta de despedida. Se celebró en una la hacienda de Calibio, una magnífica casona colonial testigo de la lucha por la independencia en 1814. Según reza una placa en el pasillo, allí fue degollado un capitán español, Guillermo Ortiz, y seguro que en ella durmió el Libertador en algún momento de su ajetreada vida. Cada rincón y cada piedra destilan humedad e histo­ria. Los árboles gigantescos que la rodean, atiborrados de brome­lias epífitas; la anchísima terraza de la segunda planta; el muro de piedra periférico donde se fortifi­caron los criollos; el patio empe­drado con rumor de cascos y relinchos pretéritos…, todo resultaba de una placidez atem­pórea tal que no logré sumarme al alboroto general ni a la música andina y salsera, que se convirtió en un mero telón sonoro de fondo. No se sabe como, pero uno de los baúles de madera de Alexander von Hum­boldt fueron a parar a este viejo caserón. Lo vi poco antes de irme.

Paseé y divagué pen­sando en mi mujer, queriendo tenerla conmigo en aquel momento espe­cial. Uno de los músicos que se enteró de mi nombre, me cantó una pequeña copla caliqueña:

«Debajo del palo machado
me cogió la Comisión
bailando los merecures
con la negra Encarnación»

Fumé mi pipa y disfruté a gusto de mi corbata de pajari­ta (o mariposa, en este caso), con la chaque­ta de pata de gallo gris y los panta­lones negros. Me entregué a aquellas paredes, a la noche, a las siluetas de los árboles, a las piedras pulidas por incon­tables pisadas. Y por un momen­to soñé que me fundía con aquel lugar y formaba parte de su tejido histórico. Desde allí te amé en silencio y en el re­cuerdo.

Los días en Popayán fueron tranquilos y laboriosos, y conocí a gente interesante. El profesor Van der Hammen —Tomás, para todos— tiene el pelo completamente blanco, igual que su barbi­ta. Siempre está dispuesto a reírse y ha venido a Colom­bia a vivir su vida de profesor retirado. Creo que ha encon­trado el Gran Secreto; no sé como, pero parece que por la Ciencia también se puede llegar a él. Le recordaré.

También conocí a Gustavo Wilches, poeta, ecologista y loco. Con su grupo, edita un periódico de opinión, brillante y de corte literario exquisito (una rareza en estas tierras); es barbudo, flemático, vibra con la gente, ama la justicia y cree en Colombia. A él le oí una idea interesante relativa a la deuda económica del Tercer Mundo. Opina que mayor aún es la deuda histórica en recursos naturales rapiñados que tiene el Norte con el Sur, y que si se hiciera un balance justo, el Primer Mundo resultaría deudor absoluto. Y Gustavo reclama que se pague ya. Le recor­daré.

Popayán, cuna de 16 presidentes colombianos, ciudad universitaria de calles rectas, de farolas y balcones enreja­dos, de casonas de anchos aleros acordes con los chapa­rrones vespertinos; de bullicio de carromatos y tañer de campanas, de sabor a España rebautizada en el trópico montano. Te recordaré luminosa.

* * *

El sábado hicimos la excursión colectiva al parque nacio­nal del Puracé (84.000 hectáreas). Los «buses» de Colombia son inigualables. Se parecen a nuestras viejas guaguas perreras con asientos corri­dos de madera y agarraderas de metal a todo su largo. Por fuera están pintarra­jeadas de colores vivos y letreros, y resultan muy alegres, lo que hace juego con la capacidad de dar botes que tienen incluso en la carretera aparentemente más lisa. Traqueteo y molidera aparte, fue un día espléndido. Conocí el páramo andino metido en brumas o con varios telones de nubes grises al fondo (los cielos en los Andes son magnífi­cos). El aire ralo y la luz pasmada dan un especial brillo a la vegeta­ción. Los «frailejones» son plantas de hojas lanosas plateadas y se yerguen por encima de la hierba sobre un tallo recio forra­do con hojas muertas y col­gantes. Son el sello inconfundible del páramo andino. Por fin los vi.

El trópico es variedad —biodiversidad, según la moda— y las estaciones del año se suceden y repiten a diario, entre el día (verano) y la noche (invierno); hay dos temporadas con más lluvias y otras dos más secas, pero la temperatura mantiene la media a lo largo de todo el año. Los paisajes tienen algo de irreal para un cana­rio. A menudo me parecía reconocer esquemas de ocupación similares a los de nuestras islas: pueblecitos de medianías con sus cultivos de papas o maíz, restos de bosques alrededor, alguna vaca en el prado y flores en los parterres de las casas. Algo familiar, solo que en Canarias esto ocurre a los 600 m de altitud, y aquí a los 2600 o más. Los plátanos, el café, la caña de azúcar crecen por encima de los 1000 o 2000 m. Algo insólito para mí y tenían que repetirme obsesiva­mente las lecturas del altímetro para dar crédito a mis ojos. El trópico viene a ser como si elevásemos nuestros agrosiste­mas en dos o tres mil metros; es decir, como si levantáramos toda la isla de Tenerife a la altura de Las Cañadas. Lo que queda por debajo, claro está, es exclusivo del trópico y el reino donde la naturaleza se disparató contradiciendo toda lógica de azar y termodinámica: el Olimpo de la biodiversidad.

* * *

El domingo, un coche de la Universidad del Cauca nos llevó hasta Cali a Maximina, dos mejicanas que tomaban el avión de regreso a su país, y a mí. Cali tiene un millón de habitantes y algo de industria. Allí alqui­lé un Mazda 323 —carísimo— y junto con Maximina recorrí un buen tramo del valle del Cauca para luego ascender por la Cordi­llera Central hasta Manizales.

El valle del Cauca es una planicie enorme —que yo bauticé de «mesoplano»— entre la Cordi­llera Central y la Oriental (valle inte­randino), situada a 1100 m de altitud. Allí vimos cultivos de arroz, de sorjo, maíz, soja, maní y caña; mucha caña. Los pueblos azucareros eran en su mayoría de población negra, formados por casamatas humildes con techos de madera o zinc, alineadas según la carretera; están llenos de vida, pero de vida pausada con ese caminar indolente de los negros que van y vienen pero que nunca parecen estar ocupados; trapiches y fábricas de «panela» (derivado masticable de la caña de azúcar) y, sobre todo, animales, bestias y coches destartalados sacados de las pelí­culas de los años 50. Todo el campo de Colombia está plagado de los masto­dónticos Dodges que renquean trepados sobre unas inmensas ballestas en ambos ejes. A su lado, nues­tro Mazda parece un juguete de ciencia-ficción, y los nuevos todoterrenos japoneses recubiertos de niquelados, o los lujosos Mercedes o BMW se convierten en una mentira cruel y esporá­dica.

Había algo de absurdo en todo aquél paisaje. He recorrido algunos países en varios continentes, y nunca vi tierras más fértiles, extensas y fáciles de traba­jar; y además con agua. Pero ¿cómo encajar la riqueza de aquellas tierra con el paisa­je humano ante mí? y lo mismo en los pueblos cafetale­ros rumbo a Perales, trepados ya en las laderas de la Cordi­llera. Creo que estoy empezando a entender el verdadero senti­do de la política, pues Colombia no se explica sin ella. De nada sirven los recursos naturales, el planeamiento, la racio­nali­dad, el trabajo… todo es pura entelequia; ahí no reside la solución a la miseria, solo que la hace más patética. No sé qué depende de qué, si la política de la cultura de un pueblo, o justo al contrario. Quizás, la cultura sea la única riqueza útil de una nación, pero también la historia contempo­ránea del Este nos está demostran­do que la cultura por sí sola no hace a una nación opera­tiva. El hecho es que todo lo demás parece vacuo y fútil, y el último hacedor es la política. He de meditar más sobre ello.

* * *

Maximina es una gran compañera de viaje: sensible, culta y la perfecta cómplice para degustar el paisaje. Disfruté mucho de su diálogo abierto y sereno, sin grandilocuencias y sin querer arreglar el mundo en una atacada, como burdo de­sahogo de unas limitaciones mal asumidas. Maximina simplemente está, y nuestro recorrido hacia Mariquita fue como una dilata­da y variopinta tertulia de a dos. Congeniamos. Una gran mujer.

He de hacer un inciso, pues en Manizales vimos algo horripilante. La ciudad está encaramada en la crestería de un cerro y posee, como casi todas las ciudades grandes de aquí, su respectiva iglesia estilo «patisserie» francesa (subgótico pastelero) que desentona tanto de todo lo que la rodea, que crea precisamente un estilo unívoco y propio de esta Latino­américa, tan llena de contradicciones. Sea así, pero lo que chirría en Manizales es la catedral. Una enorme catedral gótica con los pórticos y vidrieras al uso, que da el pego de noche. Pero ¡oh, horror!, a la luz matinal comprobamos que toda aquella mole de columna­tas, ábsides, arcos, bóvedas, gárgolas y rosetas había sido levan­tada a base de moldes y encofrados de hormigón. Y se nos congeló el alma. La sensación de frial­dad, de chapuza, desamor, sordidez que emana de aquel engendro gris es indes­criptible. Fue cosa de italia­nos hace unos 30 años. La catedral anterior era de madera y se había quemado por segunda vez. Sin embargo, aquella catedral-kitch labrada en cemen­to —más fea aún por dentro, si cabe— estaba repleta de feli­greses, y la voz dulce de una mujer madura sonaba a gloria entre sus paredes. Los colombianos son muy religiosos y forma­les con las tradiciones. Técnicas de subsis­tencia, supongo.

* * *

De Manizales partimos hacia el Nevado del Ruiz. Una excur­sión que no fue lo espectacular que esperábamos por culpa de la niebla densa. Con todo, atravesamos bosques muy parecidos a nuestras laurisilvas, si excluimos los helechos arbóreos y las orquídeas y bromelias epífitas. Alcanzamos los 4.800 m donde incluso la vegetación del páramo se hace rala y domina el caos volcánico. Es mi récord personal de altitud. Se está bien allá arriba, aunque cuesta un poquito respirar. El choco­late es una gran ayuda para caminar, y si viene mezclado con manises, pues más rico y mejor.

En la pared de la caseta del parque había un verso de Óscar Fernández, colgado por alguno de los guardas en la soledad de su cuartel. Me tomé el tiempo de copiarlo pensando en los niños.

 La gente que me gusta

Me gusta la gente que vibra,
que no hay que empujarla,
que no hay que decirle que haga las cosas
sino que sabe lo que hay que hacer,
y lo hace en menos del tiempo esperado.

Me gusta la gente con capacidad
para medir las consecuencias de sus actuaciones
la que no deja las soluciones al azar.

            Me gusta la gente estricta consigo misma y con su gente
pero que no pierde de vista que somos humanos
y que nos podemos equivocar.

Me gusta la gente que piensa que el trabajo
en equipo produce más
que los caóticos esfuerzos individuales.

Me gusta la gente que sabe la importancia de la alegría.

Me gusta la gente sincera y franca
capaz de oponerse con argumentos serenos y razonados
a las decisiones de su jefe.

Me gusta la gente de criterio
la que no traga entero,
la que no se avergüenza de reconocer que
no sabe algo, o que se equivocó, y la
que al aceptar sus errores
se esfuerza por no volver a cometerlos.

Me gusta la gente fiel y persistente
que no desfallece cuando de alcanzar
objetivos e ideales se trata.

Me gusta la gente de garra
que entiende los obstáculos como un reto.

 La bajada a Mariquita fue repetir la secuencia de pisos de vegetación y cultivos que vimos al ascender por la otra vertiente de la cordillera (el bosque nublado se extiende entre los 2600 y 3200 m). Mariquita está en el valle del río Magdalena, un poco más bajo y caluroso que el del Cauca (600 m aprox.). Me despedí de Maximina que tomó el bus para Bogotá; tenía su vuelo para Méjico al día siguiente. Era tarde y quedé solo con esa intensi­ficación especial de los pulsos internos que produce la aventura, por modesta que sea. Eres tú frente al entorno, un entorno desconoci­do que te aísla y somete al propio vértigo irrefrenable que la situación produce. Me cautiva. Compré dos cassetes de música colombiana y así conduje con todas las ventanas abiertas dando botes por la pista de tierra en busca del hotelillo que debía encontrarse en algún punto de las afueras, dejando hacer a la noche, a los charcos que cruzaba, a la silueta de las montañas alejadas, y todo dominado por el sonsonete rítmico y marchoso de los acordeones y timbales de los vallenatos y las voces estridentes y chillonas de los cantores. Al rato vi una luz de lo que sería mi próxima ducha y una buena cama. Conduje derecho, feliz, despacio, con el codo en la ventanilla, pletórico de libertad bajo el mismo dosel estrellado de toda la América del Sur. Libertad, ¡que fugaz privilegio!

Cuando llegué al «Rancho de Luigi» me recibieron los destellos intermitentes de los «cocullos» de luz (luciérnagas) que volaban rasantes sobre el prado, con una lentitud pasmosa. Una secuencia de destellos distanciados marcaba la trayectoria de cada insecto en su loca llamada de amor. Es la primera vez que veo este fenómeno y quedé embrujado por su belleza simple y mágica.

 * * *

Al día siguiente, es decir, esta mañana, conseguí un guía —Alfonso— para ir a la selva. Así me lo aconsejaron. No es seguro que te vean solo. Con él pude adentrarme en la espesura y cumplir un sueño infantil largamente acariciado. Es fácil perderse en la maraña de vegetación; la variedad de árboles es tal que te confunden y no puedes fijar uno como patrón o señal; el sol no se percibe sino como luz difusa, y todo está mojado. Caminas sobre las hojas librando olores de frutas fermentadas. La espesura llega a ser algo tenebrosa y la vida se concentra en las copas, pero desde que entra algo de luz, todo reluce sobre ese verde universal, amplio y claro que solo se da en los trópicos. Hay muchos tipos y tamaños de hojas, pero la mayoría terminan en delgadas y prolongadas puntas que hacen de goteros. Hay lianas, plantas sobre plantas, chirriar de cicádidos, pipidos, cantos y carcajeos de aves, rumor de titíes y, como no, el destello fugaz y repetitivo de las mariposas ornilópteras con su colorido de escándalo. Porque el trópico es, ante todo, color, y las aves y los insectos son sus mejores testimonios. Disfruté de los diseños y contrastes a cuál más estrafalario y atractivo; puro goce estético.

Había pájaros de un fuerte rojo bermellón con antifaz y las remiges negras; o de vientre y píleo amarillo fogoso, el lomo azul violento y las alas negras; o el colibrí verde metálico con el pico rojo aguzado y largo. Siempre me han fascinado los colibríes, con su vuelo inquieto y sostenido de alas invisibles; son auténticos refinamientos de la evolución. Y los insectos no se quedan atrás, empezando por las mariposas. El más leve rayo de sol llena los márgenes del bosque de una policromía danzante, o reúne sobre la arcilla húmeda de la pista coros de alas azufradas o berme­llones que intentan obtener agua del suelo aplicando a él su espi­ritrom­pa; las mariposas son los danzarines en el laberinto vegetal y sus colores metálicos o de arlequín resultan como trallazos de luz sobre el verde omni­presente. Allí estaban también las interminables filas de hormigas arrie­ras desmontando el fo­llaje del árbol-víctima elegido; y las cigarras con su insis­tente zumbido; las chinches, los escaraba­jos, los salta­montes, todos ellos de diseño, tamaño y colorido extraor­dina­rio. Las cucarachas y los ciempiés son de tallas descomunales respecto de sus congéneres europeos; algunos eran tan largos como mi bolígrafo.

No pude dar con Macrodontia cervicornis, el escarabajo más grande cono­cido (15 cm) y que supues­tamente vive en samán. A cambio obtuvi­mos unos cuantos pasálidos, cerambícidos y lucá­nidos bien grando­tes. Y confieso que hay algo de lujuria en colectar estos mons­truos diminutos. También tropezamos con escorpiones y arañas cangre­jo (pueden saltar sobre uno) y constaté que hay que andar con sumo cuidado al remover las piedras y hurgar en las cortezas en estas latitu­des. No vi serpientes aunque sí varios lagartos y «perenque­nes». Lo más llamativo entre los reptiles fue una ranita tropical, pequeña y largirucha, que descansaba bajo un tronco caído; su color negro gelati­noso portaba una banda de color azul cobalto. Soberbio animal.

Para cualquier persona, y máxime para un biólogo estudioso y amante de las formas de vida, es difícil olvidar un bosque tropical una vez te has metido en él; la sensa­ción de derroche vital; la intriga de lo que no se ve pero se percibe; el verde claro, brillante y casi siem­pre mojado; los destellos fugaces del microcosmos que todo lo puebla; las flores magníficas que hacen de dosel allá arriba en la copa de los árboles…, todo ello se te graba a perpetuidad en la retina y en el banco de sensacio­nes imborrables.

Pero hay otra historia en el trópico, codo con codo con la historia natural. Es la historia de Alfonso, mi guía, y de miles de seres en situación similar. Es la historia del Tercer Mundo; ese del que se habla en las conferencias de economía y que suele salir en la televisión con imagenes de niños negros esqueléticos y barrigudos que hablan una lengua indescifrable. Pero ahora el Tercer mundo lo tengo ante mí, y habla español como tu y como yo.

Alfonso no tiene trabajo fijo. Tiene mujer y una niña y vive del cancameo. Los ingresos más regulares proceden de la cosecha del café. Cobran 2000 pesos (= 330 ptas) por una jornada de 6 a 6, y trabajan los sábados y a veces también los domingos, aunque a menudo el «patrón es malo» y te liqui­da la semana por solo seis días. No hay seguridad social, ni derecho al despido, ni subsidio de paro, ni vergüenza. Alfonso iba vestido y cargaba orgulloso su «peine» o machete. Es de cami­nar erguido y seguro. Con él me aventuré en la segunda fila de casas, pasada ya la carretera, porque en estos pueblos siempre hay una segunda y una tercer fila de casas, y también aquellas que se refugian en el borde del bosque. Allí desaparece el ajetreo bullanguero, alegre y despreocupado de la calle prin­cipal; no se ven coches, siquie­ra bicicletas. Hay humildad, pobreza y también mise­ria. Cuatro paredes mal sella­das, un techo de latón, y jergo­nes de algo oscuro sobre el suelo; y quizás una silla. Los niños semi­desnudos corretean­ por el barro con chorreras de agua blan­quecina, y se meten en cajas de cartón que hacen de castillos y los comparten con las gallinas y la basu­ra, que son parte de su hábitat. No vi ham­bre, pues la tierra es demasiado generosa como para no dar una calabaza, o yuca o un poco de maíz; y la «panela» es el sostén popu­lar y parece asequible. También hay muchas vacas y cebúes, pero su carne se la comen otros; la libra vale 800 pesos.

Según subía por un barrizal vi a una niñita desnuda en lo alto que lloraba desconsolada mientras su hermano —algo mayor— le hablaba al oído y trataba de calmarla. Pensé que podía necesi­tar ayuda y según me acerqué oí las razones del chico, y comprendí:

— «No te preocupes boba, que no te va a llevar…» El ogro era yo.

A pesar de todo, la gente es afable y comunicativa, lo que contrasta con el alto riesgo que hay de ser robado cuando vas solo. Pero también lo empiezas a entender: hay necesidad y frecuentemente desespero. Alfonso me contó de su angustia e impoten­cia cuando no atendían a su niño enfermo por no poder pagar al médico:

— «Solo quería que me dieran un papel con la medicina», explicaba. Al fin lo logró mediante un engaño.

También me contó de la violen­cia; de sitios donde los jornaleros recibían la paga acumulada de varios meses para luego ser acribillados por bandas armadas contratadas y así recu­perar la plata. Me contó de la guerrilla y la labor de los curas-guerrilleros; de los ricos, de los narcos y del ministro de Hacienda.

— «Ese hombre gana dos millones de pesos al mes, 50 veces más que uno, y no para de poner impuestos. Cuando sale en la tele y lo veo se me revuelven las tripas y me descompongo.»

Quedé rumiando las historias de Alfonso y lo que mis propios ojos habían visto a veces sin querer ver demasiado. El confort nos hace cobardes y nos mueve a buscar excusas hipó­critas con las que calmar nuestras conciencias y contradicciones. Fui a cenar temprano y comí con desgana el churrasco que me habían servido. La carne en Colombia sabe a carne y es maravillosa, pero tenía a Alfonso demasiado presente. El postre me lo dio la televisión. En Caloto, muy cerca de Popayán, unos indígenas habían ocupado parte de una inmensa hacienda con consentimiento de la dueña. Eran los terrenos de sus ancestros. Pero la señora vendió la propiedad a unos señores de Cali; «mafiosos», se cree. Amenazaron a los indios para que se fueran, una y otra vez. Ellos avisaron a las autoridades que no hicieron nada. Y ocurrió. Por la noche el poblado fue rodeado por unas 50 personas armadas y vestidas con uniforme militar. El resultado quedo en el suelo: las cenizas de las casetas y cultivos, y una hilera de cadáveres. Nueve hombres, seis mujeres y cinco niños. Algunos lograron escapar en la oscuridad y la confusión:

— «Yo salté por esta cañada y me hicieron dos tiros pero Dios me protegió». Otros fueron muertos en la huida y dos cuerpos más pendían colgados de un árbol; una suerte de macabro privile­gio. Una cosa es oír las noticias sobre la violencia en Colombia junto a la chimenea de tu casa, a miles de kilómetros de distanciamien­to, y otra muy distinta es que te la sirvan de postre una noche estrellada y apacible, en la misma trastienda. Imaginé aquellos seres humanos tumbados a golpes en el suelo, boca abajo, llenos de susto y tensión, con las manos en la espalda y los labios y la cara besando la tierra húmeda, muy conscientes de lo que va a pasar, oyendo como el tiro de gracia en la nuca se repite en la hilera y se va acercando inexorable hacia ti, quizás con algún insulto intermedio. Y llega el estampido. Y se acabó tu vida.

El estómago se me contrajo de impotencia y miré interrogante a la cocinera que me traía un «tinto» (café solo).

— «Ah, la violencia. Aquí se mata a la gente como a animales.»

No me sentí mejor. Regresé a mi cuarto donde llevo un buen rato bebiendo coñac (comprado en el avión) y refugiado en la escritura.

 * * *

Mi viaje por tierras colombianas seguirá con rumbo a Bogotá donde me espera un vuelo endemoniado lleno de esperas intermina­bles, ejercitando la paciencia y resignación en medio de esa peculiar fauna que pulula en todos los aeropuertos, y a la cual pertene­ces con todos los honores. Un día más de coche cruzando paisajes muy similares a los que ya había visto, pero consciente de que sobre aquella cáscara colorista y magnífica, se extendía una segunda invisible y pútrida, que pertenecía al hombre. ¿Como puede un país portar dos pieles tan distintas?. ¿Por qué hay tanta injusticia? ¿Para qué se nos inculcó el concepto de justicia?

En Bogotá contactaré con Carlos Castaños, el Jefe del Servicio de Parques Nacionales del INDERENA. Cenaré en su casa, con su mujer, también antropóloga. Veré el «pesebre» navideño hecho por Diego y Asunción con esmero y donde se mezclan los reyes magos y pastores con aviones, trenes, cow-boys, guerreros y «narcos», supongo. Las paredes tapizadas de libros y piezas precolombinas rezuman bienestar, cultura, civilización. El vino chileno, también. Hablaremos mucho sobre Colombia, sobre el presidente Gaviria, sobre los nuevos cambios, sobre la deuda extranjera, sobre Alfonso… Hablaremos de esperanza.

Colombia tiene, como casi todos los países, dos caras; aunque parecen de moneda distinta. Es fuerte.

 

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