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Acontece en el otoño de la vida, que uno puede mirar hacia atrás con cierta perspectiva y juzgar sobre aquello que mereció la pena y aquello otro que fue banal, tiempo-trámite no vivido o mero espejismo fatuo. Bien es verdad que en todo juicio, a medida que la vida avanza y se impregna de vivencias, uno tiende a valorar más los desconsuelos y las oportunidades perdidas, que los logros y plenitudes, pues las incógnitas tienen siempre algo de sirena y embaucan a la imaginación. Además, los mecanismos de defensa y autoestima suelen postergar o borrar del todo el recuerdo de aquellos momentos que realmente nos hicieron daño. Nuestra memoria es, en este sentido, bastante alcahueta e intenta complacernos ajenaa todo sentido del equilibrio y la equidad. Por eso, hay que hacer un esfuerzo ímprobo para intentar objetivar un pasado subjetivo; porque no hay hada más sesgado que el registro de los recuerdos.

Dicho esto, y llegado el momento de dar consejo a nuestros hijos -que eso es siempre cuestión de trigo limpio- tal vez sea preferible atender a las vivencias observadas en terceros más que a la experiencia propia. Solo así cabe librarse del engañoso vació que deja lo no vivido, rellenado solo de fantasías y no de realidades.

En la vida hay muchas cosas que merecen la pena, y dependen tanto del entorno como del individuo; pero si fuésemos capaces de cuantificar en alguna moneda extraña el rédito de la complacencia, comprobaríamos que unas cosas merecen más la pena que otras. Desde mi presente atalaya de cincuenta y cinco años cumplidos, creo ser sincero conmigo mismo si aconsejo a mis cuatro hijos que inviertan en cultura, la de siempre (…o la de antes). Que lean a los griegos, las tragedias clásicas, o cualquier obra que haya reflejado el alma de las personas y las épocas más allá del instante histórico. Soy consciente que la música es un campo que me ha sido vedado físicamente y se me escapa su poder, pero creo que la literatura retrata el espíritu y los valores asumidos mejor que cualquiera de las artes gráficas. Que inviertan mis hijos todo el tiempo posible en leer y adquirir esa cultura que hemos dado en llamar clásica, simple de reconocer por el mero contraste con esa otra comercial y fugaz que solo obedece al mercado y el mercadeo. Es deber de padres ayudar a formar -que no conformar- el intelecto de nuestra descendencia. Es deber cultural adquirido a lo largo de la coevolución biológica de nuestra especie.

Resistid frente esa cultura prêt-à-porter, lista para consumo y para idiotizar a un ciudadano teleconfigurado, sometido al imperio de la publicidad. Si claudican serán un circuito más de Mattrix, y vivirán una vida clónica; con sus módulos diseñados por el marketing, incluso el de rebeldía.

Esto no es solo una llamada a la inteligencia y al interés egoísta de vivir una vida más plena y llena de matices. Es algo mucho más profundo que entronca con la dignidad humana, con la dignidad de la persona. Es un deber que emana de la mente con la mente, como el ala entronca con el deber de volar.

Dediquen todo el tiempo que puedan a cultivar la vista, el oído y el entendimiento. Lean todo lo que puedan, contemplen cuanto arte esté al alcance de vuestros ojos, y si pueden, escojan a “los grandes”, que es como recibir un concentrado de cultura; algo así como perfume francés frente a colonia a granel. Los grandes son el atajo del intelecto y solo por eso hemos de agradecer su obra.

No se dejen arrastrar por lo vacuo y el devenir cómodo de la sensualidad. Tampoco deben renunciar a ella. ¡Por supuesto que no! De hecho, podrán comprobar como la cultura irá aumentando el volumen de percepción de esa sensualidad a cotas que antes ni podían sospechar. La cultura es muy agradecida.

Escribo estas líneas en un restaurante gallego –Carballeira– en Barcelona, y oigo, sin poder impedirlo, la conversación de tres matrimonios que cenan a mis espaldas. Son gente mayor y cultivada. Qué hermoso espectáculo para el alma atender a una conversación desenfadada, culta, con pozo, que salta de tema en tema libremente, sin yugos publicitarios y sin caer en la soldadesca cotidiana oficializada. Qué desconsuelo -no exento de angustia- contemplar a una “especie amenazada” y tal vez en peligro de extinción en esta sociedad nuestra de la abundancia y los estándares. ¡Ah! …los males de la abundancia.

Que acontezca un gran diluvio y que Pigmalión reemplace a Noe para rescatar a unos pocos seres no aborregados capaces de restaurar la dignidad intelectual en nuestra especie.

¿Dónde te ocultas, Afrodita?…

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