Soy de los chicharreros privilegiados que viví en mi juventud frente al Parque García Sanabria: el “parque”, por antonomasia. Mi habitación, con dos ventanales alargados y un estrecho balcón, se abría directamente a la “rambla de las tinajas”, antesala jardinera del propio parque; de modo que el perfil citadino que conservo en mi memoria gráfica, es una masa vegetal verde, con las palmeras de abanico descollando por encima de los altibajos de la fronda. Es un perfil mágico, que me acunó innumerables noches en una época donde el tráfico era casi anecdótico, y solo el grito estridente del pavo real rasgaba la quietud nocturna ─una y otra vez─ dándole un sello muy especial y misterioso a esta zona amable de Santa Cruz.
En aquella época, el parque tenía animales cautivos en un improvisado zoo, y allí iba yo a contemplar las gacelas, patos, pavos, ardillas y monos. Recuerdo, como no, el mandril, con su culo colorado y complacencia sexual frente al cautiverio. Era motivo de sincera curiosidad y no poco cachondeo en los muchachos que despuntábamos hacia la pubertad.
La Rambla, donde entonces se podría jugar al brilé, y el propio parque eran una extensión natural de nuestro espacio de juego. Nos dejaban ir sin mucha vigilancia, salvo la de doña Ángela en su carrito, o la de los guardas del Parque, siempre atentos a las travesuras que, invariablemente, ideábamos para hacerlos rabiar. Había uno, de tez oscura, que tenía certera puntería lanzándonos una varita de bambú, porque a correr y escabullirnos por los intrincados vericuetos y paseos del parque, nadie nos ganaba. Eso era divertido; mucho más que vestirse de domingo y con zapatos demasiado apretados para ir a ver los gorgoritos, aunque pronto te olvidabas de las incomodidades y te unías al coro de impacientes chiquillos que prorrumpíamos: “¡Chacolí! ¡Chacolí!, Que empiece ya, que ya es la hora…. “. Y había un señor vestido de blanco que vendía cortes de helado casero y polos de a peseta que sacaba, cual prestidigitador, de un cilindro grande, fantástico, provisto de una ancha correa.
También recuerdo la profunda impresión que luego me causaría la enorme estatua tetuda que colocaron en la fuente principal, en pleno corazón del Parque. Eran ubres universales, ¡cósmicas!, todo un contraste con la delicadeza de aquella otra figura femenina que se alzaba en pie, con su chorrito de agua repicando en la alberca más chica, junto al paseo que conduce al kiosco Numancia. Tal vez, cuando uno es joven se puede enamorar de una mujer de mármol, erguida entre paragüitas y alfombrada por nenúfares.
Y hablando de amores, también el Parque fue testigo de mis primeros escarceos amorosos. Aquéllos quince años, en los que había que buscar tras la fronda el recato que la moral puritana nos negaba en otros sitios. Porque, al atardecer, el Parque se llenada de sombras pareadas y susurros de promesas. Si, allí, en 1968 y al resguardo de un drago, me declaré a mi mujer, para suerte de los dos.
También por aquella época, empecé con el incorregible vicio de coleccionar bichos y, por supuesto, el Parque fue de los primeros territorios explorados. ¡Qué subidón! cuando a la luz de una frágil linterna descubrí correteando por la hierba un Harpalus distinguendus, escarabajo de bellísimos tonos verde-metálico en sus élitros. Fue una de mis primeras joyas entomológicas. Luego, siguieron otras muchas.
Ahora vivo en La Laguna, pero la casa de mis padres sigue allí abajo, frente al Parque, haciendo guardia. Cada semana visito a mi madre, ya anciana, pero el Parque ha perdido presencia detrás del muro de ruidos de un tráfico incesante y atribulado. Se acabó la tranquilidad.
Por suerte, en la vega lagunera, donde está mi actual casa, un vecino ha tenido la feliz ocurrencia de poner pavos reales en su jardín. Y así, por las noches, en el silencio apenas alterado por alguna ranita de San Antón y los trasnochadores que regresan a sus hogares, oigo de nuevo el repentino y potente grito del pavo real, retando a la noche y las estrellas en un desafío eterno. El Parque vuelve a mí de mano de este alcahuete sonoro, y con él la sensación de cobijo tan vinculada a la infancia; el ritmo calmoso del pasado. Y se hace la paz.
4 de Junio de 2006
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