Cuando George Busch se negó a firmar el Convenio sobre la Diversidad de la Vida, en la Cumbre de Río (1992), hizo indirectamente un gran favor al lanzamiento definitivo de un concepto que hoy impera en el mundo conservacionista: la biodiversidad.
Tradicionalmente, los biólogos se han ocupado de estudiar la diversidad de la vida en sus variadas expresiones morfológicas, fisiológicas o de comportamiento; es decir, de la biodiversidad como un atributo de la vida. Pero la Cumbre de Río introdujo un importante matiz en el concepto, equiparando la biodiversidad a un recurso. La biodiversidad es el conjunto de genes, especies y ecosistemas de un territorio determinado. Y es así como surge un renovado interés por la conservación de este patrimonio genético que, al margen de su función ecológica en el mantenimiento de los ecosistemas, es algo cada vez más tangible en virtud de los avances en biotecnología. El proyecto Genoma Humano, el caso de la oveja Dolly o incluso la hipótesis genética que subyace en la trepidante novela de Critchon, Parque Jurásico, son buenos exponentes de los potenciales que se esconden en los genes: esas cosas invisibles por pequeñas, que están preñadas de información aprovechable para el interés del hombre.
La biodiversidad, en sus tres componentes: genes – especies – ecosistemas, es objeto de inventario por parte de cada nación, y muy pocas naciones no son conscientes aún de que el mantenimiento y futuro de nuestra especie en el planeta se soporta sobre la biodiversidad. Esto es válido sobre todo a escala global, y algo menos a nivel regional o de una simple isla. Cualquier territorio puede ser forzado para albergar más carga humana, bien incrementando tecnológicamente el rendimiento de los recursos locales, o bien importando lo que escasea o, sencillamente, no se tiene. En tales casos, unas regiones explotan y parasitan a otras.
Viene al caso este preámbulo para acabar con la falacia de presentar a Lanzarote como un modelo de «desarrollo sostenible». Lanzarote hace tiempo que dejó de vivir de sus propios recursos naturales, que siempre fueron limitados. La actual población humana de la isla se sustenta en las copiosas importaciones de alimento y energía que entran a diario a través de sus puertos. Cualquier isla que tenga que desalar agua de mar empleando combustibles fósiles importados está, por definición, fuera del marco de la sostenibilidad ecológica. Y si la memoria no me falla, el desarrollo sostenible es un taburete de tres patas: sostenibilidad social, sostenibilidad ecológica y sostenibilidad económica.
Es en este contexto, en el que debemos valorar el interés relativo de la biodiversidad de la isla. En Lanzarote se han contabilizado unas 600 especies de plantas silvestres, 430 de escarabajos, más de 250 líquenes distintos, 73 especies de arañas, unas 30 aves nidificantes, 17 especies de mariposa, etcétera, etcétera. No se trata de grandes cifras si se comparan con otras islas o regiones más húmedas, pero lo destacado de la biodiversidad insular no es el número de especies presentes, sino la particularidad de que muchas de ellas son exclusivas de la isla (15 plantas, 33 escarabajos, etc.) Se trata pues de endemismos, especies que si se extinguen en Lanzarote, desaparecen del planeta y con ellas los genes potencialmente explotables que atesoran. No menos importantes son las variedades de hortalizas que el agricultor conejero
ha seleccionado y moldeado a través de los tiempos; sus formas de cultivo e, indirectamente, los paisajes que de ello resultan. Biodiversidad antropogénica, por decirlo en otros términos.
Ahora bien, ¿seguirá la isla funcionando ecológicamente si desaparecieran estas especies?. Probablemente sí. De hecho, el desarrollo ya acontecido se ha cobrado una cuota importante en alteración de los hábitats naturales, y la lista de especies autóctonas desaparecidas o en peligro de extinción es un lapidario anunciado. Por otra parte, la cantidad global de plantas y animales registrados no para de aumentar debido a Ia introducción continua de especies foráneas o exóticas que el comercio del hombre favorece de modo importante. Más de un tercio de la actual flora silvestre de Lanzarote es exótica, y estas plantas invasoras también quitan espacio a las nativas y endémicas. Lo mismo ocurre con los cultivos autóctonos. Y si queremos ahumar más el panorama, sólo hay que pensar en la contaminación directa del agua y el aire, o en el continuo incremento de basuras y residuos recalcitrantes.
En términos generales, la biodiversidad ha aumentado en la isla, pero a costa de una merma importante en lo que es patrimonio o biodiversidad propia. Un trueque estúpido: auténtico por banal, calidad por cantidad.
La globalización sea quizás el fenómeno más característico de este final de siglo, y la industria turística uno de sus fieles secuaces. En su cara oscura, la globalización devora diversidad, tanto biológica como cultural. Globalización y biodiversidad tienen mucho de antagónicos, con el agravante de que las pérdidas en biodiversidad son irreversibles. Las especies se extinguen para siempre.
Y si la isla está ya inserta en un modelo de desarrollo ecológicamente no sostenible ¿qué más da que se pierdan unas cuantas especies más, o que los paisajes tradicionales isleños se transmuten en otros ajenos? Pues sí importa, porque además de nuestra responsabilidad internacional como custodios de especies únicas de fauna y flora, la situación en la isla puede empeorar y hacerse aún más insostenible. Nuestro bienestar no está garantizado en absoluto.
Pensemos, por ejemplo, en el creciente interés por lo auténtico que el propio fenómeno de la globalización está despertando en la sociedad del «hombre blanco». Lo auténtico, aquello que se da por sí mismo, sin premeditación comercial, acabará por ser lo más escaso y lo más codiciado en un futuro no muy lejano.
Lanzarote ha sido y sigue siendo una isla relativamente auténtica, con paisajes, ecosistemas y especies animales y vegetales propios. Ahora es cuestión de averiguar si el turismo, al que nuestra economía está enganchado, seguirá considerando atractiva una isla progresivamente banalizada. Es cuestión, sobre todo, de que los conejeros decidan si prefieren vivir en un entorno con señas de identidad propia o en un potpurrí de clichés importados. Las plantas y los animales de la isla, por descontado, no tienen elección.
La pata de la sostenibilidad ecológica ya está tocada. Ahora está en juego la sostenibilidad social. Y, créanme, que si estas dos fallan, la economía también caerá.
Antonio Machado Carrillo
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