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Allá por el año 1968, un muchacho obsesionado con buscarse un hobby, decidió coleccionar insectos. Al poco tenía ya unos cuantos escarabajos ensartados en alfileres que sisaba a la costurera de su casa. Alguien, a quien mostró orgulloso su esperpento entomológico, le dijo que en el parque de La Granja había un señor, don José, que sabía mucho de bichos. Así que, ni corto ni perezoso, el muchacho se encaminó con su tesoro bajo el brazo hacia la que fuera primera sede del Museo Insular de Ciencias Naturales. Ocupaba un edificio antiguo, no muy grande, con aires coloniales y suelos de madera que chirriaban al andar. Don José María Fernández resultó ser un gallego injertado en Canarias, de porte bajo y espíritu grande. Al ver los bichos mal preparados, lejos de corregir la impericia del muchacho, le explicó paciente cómo tenía que hacerlo; le dijo los nombres -en maravilloso latín- de todo lo que había colectado, y le regaló unos pocos alfileres entomológicos, de los buenos, de verdad… Y el muchacho picó.

El ir al museo todos los miércoles, en sus tardes libres, se convirtió en rutina, y los sábados se unía a las excursiones que hacía don José, junto a Rafael Arozarena y Manuel Morales, que por aquél entonces constituían la escueta fauna perenne del Museo, junto con Paco García Talavera -desde 1971- que se dedicaba a las conchas y las piedras. Así fueron recorriendo la isla y sus rincones, porque un museo se nutre de la Naturaleza que representa. El muchacho colectaba coleópteros, igual que don José; Morales un poco de todo, y Rafa, manga en mano, iba detrás de abejas y avispas, levitando en su burbuja fetasiana. Tanto le deba apañar un ejemplar, como declamar versos al aire o increpar a una pobre abeja libando en su flor: “¡Oh, leche condensera la lechada la mejor!”. Y al final todos acababan contagiándose de las rechiflas y juego de palabras. Si aparecía una especie inesperada, don José apostillaba –“¡Ahh, cuanto menos se liebre, salta la piensa!”

Con el tiempo, por el Museo irían desfilando alumnos y profesores de la recién creada Facultad de Biológicas de La Laguna, y el propio muchacho acabaría convirtiéndose en biólogo. Vinieron épocas y presupuestos mejores, y en 1974 el Museo se trasladó con todos sus bártulos y olores al imponente edificio del antiguo Hospital Civil, su actual sede. Viajaron libros, piedras, armarios y cajas de colecciones, con su inconfundible tufillo a creosota, ese producto de penetrante olor, que se empleaba para prevenir los parásitos en las colecciones. Allí, entre gritos de los locos que entonces compartían el inmueble, iría aumentando el grupo de becarios y discípulos de don José.

Hoy, el museo sigue en el mismo sitio, integrado en el Museo de la Ciencia y el Hombre. Ha cambiado mucho. Se ha profesionalizado, está abierto al público, sus exposiciones son de vanguardia, y las colecciones han aumentado de modo exorbitante. Cuenta con un nutrido equipo de conservadores y colaboradores que mantienen al museo en la primera división de este tipo de instituciones. Don José, hace tiempo que se fue, pero el muchacho de entonces, -ahora talludito- sigue acudiendo de vez en cuando, según lo exigen sus investigaciones o los arrebatos de nostalgia.

Hace poco iban a tirar algunas cajas entomológicas viejas, porque lo están renovando todo. Sin dudarlo un instante, se acercó al museo a recogerlas y, al momento, percibió el inconfundible olor a creosota. Cerró los ojos y dejó correr la memoria. Porque los museos también atesoran recuerdos, y sin su pasado, sin la estela de las personas que allí trabajaron, no tienen alma. Un museo, como cualquier otra institución, no es nada sin alma. Y por suerte, el nuestro está bien servido.

 

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