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Desperté sereno mirando el techo alto de lo que en mi juventud fue la “lonja”, un destartalado cuarto de almacén que acogía papas y aperos de labranza con aire de misterio. Encima de ese mismo techo nos tendíamos a coger sol y sopor sobre las tejas calientes que absorbían la humedad de nuestros cuerpos infantiles, como si fueran papel de filtro. El estanque, al lado, fue nuestra gigantesca piscina; agitado, salpicado, abrumado por un tropel de primos y primas que desfogábamos en gritos y juegos la inocencia de la edad y la holgura de las vacaciones. El “estanque”, con el imperecedero ruido del chorrito de agua cayendo en él; casi diurético, incluso somnífero. Ese mismo ruido acogedor que acunó mi sueño hoy, 29 de Enero, cuando cumplo 48 años de edad.

Roperos de tea, la cama de hierro forjado, lebrillos de cerámica tosca, cortinas de encaje … todo amplio y rústico, con el empaque que otorgan las paredes macizas de piedra y barro. Todo lleno de espacio, de calma, de olor a resina, de recuerdos…

A un lado, sobre la pared, anacrónicas y congeladas, las últimas palabras del “Generalísimo” meticulosamente registradas en punto cruz sobre un paño de metro sesenta por uno, o más. Mi tía Maruja es mujer de antes, apostólica, románica, franquista y ortodoxa donde las haya o haga falta. En el baño encontré un pequeño boletín titulado “El mensajero seráfico”. No sabía que existiera lectura así. Cosas de mi tía Maruja, no cabe duda.

La Palma vive su vida a su propio tempo, ensimismada, contemplando el mundo en plano de igualdad, sin el menor complejo de ombligo o cosa por el estilo. Por eso me encuentro a gusto en esta isla que flota firme en un océano inmenso y azul. Donde cabe todo.

Desayuné con mi tío Antonio, embutido en su bata color canela y con pañuelo al cuello; una estampa casi de Buñuel. Le agrada mi presencia, lo sé, y a mí me gusta cobijarme en La Dehesa tal como es, con mis tíos, ya mayores, en el centro, sobre la loma, aislados en su vergel de palmeras como una gota de vida suspendida en el aire y refrescada de tanto en tanto por las visitas de hijos y nietos. Dieciséis nietos, un número sólido, respetable, cálido. Porque los niños son verdad: sus juegos, sus risas, su mera presencia. Yo fui verdad en aquél estanque y sobre el techo de la lonja. Ahora les toca a ellos.

Prolongamos el desayuno un buen rato contándonos cosas, noticias de la familia, anécdotas de la Isla y de la Historia, porque en él se agita un apasionado erudito de lo patrio. No tengo capacidad para juzgar, pero seguro que hay sesgo en su historia, como en la de cualquier otro. No juzgo, como digo, sino que acepto. Y le quiero como es, por ser familia, por su coherencia, por mantenerse fiel a sí mismo en un mundo conformado por el mercadeo y lleno de personalidades pret-a-porter. Si, recuerdo incluso las palabras de un Neruda descreído: “Patria, palabra triste como termómetro”. No para él, y ya tiene algo más que otros muchos.

A media mañana mi tío se refugió en su despacho y yo me instalé en el patio- lavadero, junto a una enorme mesa cubierta de hule a cuadros. Quedé protegido de la brisa y con luz suficiente, de modo que organicé mi “laboratorio” de campo y empecé a separar los escarabajos que capturé la noche anterior. Una cosecha modesta, pero interesante. Separarlos por especies, anotar en qué planta cogí a cada cual, envolverlos en papel y meterlos en tubitos de plástico, etiquetar las muestras …. es una suerte de liturgia entomológica que me reconforta como pocas cosas.

También traje varias hojas de vinagreras, de laurel y de otras plantas con los bordes mordisqueados por los gorgojos que ahora estudio. Coloco las hojas entre las páginas de un ABC viejo para prensarlas y que aguanten hasta que pueda fotocopiarlas. Luego me será más fácil analizar los patrones de mordiscos y, tal vez, llegar a reconocer quien se ha comido una hoja, simplemente mirando los bocados que tiene. Así funciona la Ciencia, un combinado de intriga, trabajo paciente y cierta ansiedad.

¡Ah!, todavía no lo he dicho. Con motivo de mi cumpleaños me he regalado una semana colectando insectos en la isla de La Palma. Es mi pasión. Y ahora estoy embarcado en un largo estudio del género Laparocerus, unos gorgojos fascinantes que cuentan con muchas especies en Canarias.

No me quedé a comer con mis tíos, pues para poder llegar a Barlovento en el norte de la Isla, tenía que aprovechar un periodo de dos horas (de 1:30 a 3:30 pm) en que paran las obras de ampliación de la carretera. Así que, tras detenerme en casa de mi cómplice y amigo Felo a recoger un poco de acetato de etilo (para matar los coleópteros), me metí en carretera con mi Landrover Discovery; fumando un purito palmero, disfrutando de la música y, sobre todo, del paisaje, a pesar de estar gris y amenazando lluvia. El verde es radiante y las nubes apalancadas y desgarradas entre los barrancos de la cumbre evocan todo lo evocable. Sigue siendo una isla mágica para mí.

Si, La Palma destaca tanto por lo que tiene como por lo que no tiene. Las carreteras serpentean de loma a loma y son de un ancho y trazado “humano”. Se puede circular a velocidad de paisaje, es decir, consciente del escenario que te acoge, impregnarte de sus formas, hasta oler sus intimidades si llevas la ventanilla abierta. Las casas son como eran, están habitadas y se ven cuidadas. Las señoras continúan con la escoba puertas afuera, por la vereda de acceso, hasta llegar a la calle. Las huertas, los campos, todo está atendido; mimado de la mano del hombre. Nada que ver con los paisajes descabalgados de las otras islas, las que no han sabido manejar un turismo que primero fue maná y ahora es droga, droga y veneno de los peores. Tierra de autopistas, de escombros, de casa clónicas, de más y más letreros en cualquier idioma importunando el espíritu. Tierra llena de desarreglos. No cabe duda que el hombre tiene una gran capacidad para crear fealdad. Por eso, tal vez de rebote, disfruto yo tanto cuando circulo manso por las zonas no mancilladas que quedan en mis islas. Sea o no consciente de ello, apuro la belleza con algo de apremio.

Paré en Los Sauces a tomar un vaso de vino y comprar un portentoso y crujiente bocadillo de queso blanco del país. ¡Cielos, qué bien saben las cosas simples! Ya saciado, a pesar de lo frugal del almuerzo, llegué al mi hotel, «La Palma Romántica», a tiempo de echarme una breve siesta y sorber luego un café hirviente, junto a la chimenea encendida. Recibí la llamada de Jorge Bonnet, un buen amigo y de esos gestores que llevan una agenda-recordatorio inquebrantable. ¡Feliz cumpleaños!. Se agradece.

Chusy, mi mujer, quedó en La Laguna, en Tenerife. Ella tenía trabajo en el ayuntamiento, pero me traje su presencia conmigo y no me encuentro solo. La llamé y hablamos un rato. También Laura, mi hija, telefoneó desde Madrid desparramando vitalidad y entusiasmo en apenas un par de minutos. La familia, los amigos, todo esto resulta calentito, como las brasas y el fuego a mi lado.

La tarde la pasé recorriendo las pistas del monte de Barlovento, más arriba de una gran laguna artificial que se ha convertido en un atractivo medio ambiental y turístico, a juzgar por las construcciones que surgen a su alrededor: un aula de la naturaleza, un restaurante, etc. Tengo que proceder así, recorrer y marcar durante el día los sitios que luego, ya cerrada la noche, he de visitar para buscar mis escaraba­jos. Creo que no lo he explicado aún, pero estos gorgojos sólo salen de noche y con la claridad se entierran profundo en el suelo o entre las raíces, y no hay manera de dar con ellos, salvo los despistados. En cualquier caso, me gusta recorrer las pistas que no conozco e ir desvelando los secretos de las vaguadas, de las lomas, de los cabocos… Mi todoterreno es perfecto para esta tarea; un cómplice irremplazable contento de abandonar el asfalto.

Paré a preguntar a un paisano que recogía hierba, por el destino de una pista secundaria. Como me ocurre a menudo, acabamos de cháchara. Un hombre de mi edad o puede que más joven, enjuto, de ojos claros y con gruesos bigotes pelirrojos, quizás restos genéticos de los franceses que arribaron por estas tierras hace ya siglos. Me entiendo bien con esta gente, nuestros “magos”; me agrada su encaje en el mundo, su estar seguros, su mirada franca. Podría haberme quedado un buen rato allí compartiendo humanina, mirando el mar lejano, inmenso, con la brisa húmeda batiéndonos la cara y los pelos, como si fuera la hierba que sacude justo a nuestros pies. Hablamos de la gente de hoy, del turismo, de la Isla, de las vacas, de los bichos, de las hierbas … compartimos un rato de isla.

Seguí por una pista embarrada, chapoteando charcos y dejando hacer al Landrover. Paré en la Fuente del Río, en plena laurisilva. Allí aparqué y, fumando tranquilo la pipa, aguardé a que llegara noche. Llamaron mi hermano Mario y su mujer para felicitarme. Los teléfonos móviles son un buen invento del hombre blanco, así que aproveché para llamar a mi madre y felicitarla por haber tenido un hijo hace 48 años. Está muy mayor y con síntomas crecientes de senilidad. Creo que le agradó saber que estaba en La Palma, su isla natal.

Los entomólogos clásicos –que colectaban sólo de día– apenas se tropezaban con algunos Laparocerus “despistados”, como ya dije. Yo los busco de noche y el panorama cambia completamente. Si doy con la planta que les gusta, los encuentro plenamente activos y en abundancia. Estoy reuniendo un material copiosísimo y ya he descubierto algunas especies novedosas.

Mi técnica de trabajo consiste en ir de día a visitar las localidades conocidas o lugares que se vean apropiados (hay que tener ojo clínico). Mi fijo en la vegetación para comprobar si las hojas están comidas por ellos, pues ya sé diferenciar cuando los bocados son de orugas de mariposas, ciempiés, babosas o gorgojos de otros géneros. Si veo señales frescas y el lugar promete, marco el sitio con una estaquilla de madera provista de cinta reflectante, de modo que por la noche me resulta fácil de localizar. También llevo una grabadora digital y me dicto instrucciones para la colecta (mirar unos 50 m a la izquierda, etc.), pues de noche no hay manera de reconocer el terreno con los focos del coche o la linterna.

Para buscar los bichos uso una linterna de luz halógena acoplada a mi cabeza; ilumina bien y me deja las manos libres. Luego, agarro la batea (una tela cuadrada de 1,20 x 1,20 con dos palos cruzados para mantenerla extendida) y la sitúo debajo de las ramas de las plantas o arbustos. Esto se ha de hacer con mucho cuidado de no tocar las ramas, pues al menor roce mi “gente”, es decir, los gorgojos, se dejan caer al suelo haciéndose los muertos. Es la manera instintiva y más segura de liberarse de ser comidos por una vaca noctámbula, por ejemplo, o de ser capturados por un entomólogo noctámbulo, sin ir más lejos.

Una vez colocada en posición la batea, con la otra mano golpeo la fronda con el mismo palo que me sirve para caminar. Al instante caen sobre la tela toda suerte de bichos, además de hojas, ciscos y frutos que se desprenden. Entre ellos he de distinguir a los Laparocerus y rápidamente echar mano del “chupóptero”. Así designamos familiarmente a un “succionador entomológico”, un pote de plástico del que salen dos tubos largos y flexibles, uno protegido por tela fina, por el que se chupa, y el otro por el que se apunta a los bichos para que sean succionados. Esto funciona con insectos pequeños, de no más de 5 mm de grosor.

Por lo general llevo el “chupóptero” asido en la boca por el tubo de chupar, de modo que cuelga y me resulta fácil de encontrar en la oscuridad. Hay que estar diestro para no dejar escapar ninguna presa, aunque los Laparocerus no son de los coleópteros más rápidos, que digamos.

Supongo que mi aspecto nocturno, con una especie de cometa en la mano, un extraño tubo saliéndome de la boca, enfundado en un chaquetón y con una luz en la cabeza, es como para dejar espantado a cualquiera. Por suerte, los montes están poco transitados a estas horas de la noche.

Así, poco a poco, primero rodeado por la niebla y luego con un cielo inundado de estrellas, fui vareando la vegetación de los bordes del camino e iban cayendo “cositas”, es decir, Laparocerus. Y esto anima enseguida, lo mismo que sorprender con el haz de luz a algún ejemplar sobre las hojas, con su cuerpo brillante y las antenas al aire; a veces comiendo, otras copulando, o desplazándose tranquilamente con su peculiar trotecillo. Son imágenes que quedan grabadas en mi mente como algo muy hermoso y muy propio. Son secretos de la noche.

Volvió la bruma y trajo llovizna. Mi “gente” no se inmuta por eso y mi chaquetón engrasado está pensado para estos casos. Así que dediqué un par de horas a deshacer la pista y parar en los lugares señalados, batea en mano y chupóptero en boca. ¡Una buena cosecha, sí señor!, aunque terminé ligeramente ensopado.

Cumplida la faena, paré en el restaurante-parrilla de la Laguna de Barlovento, pues a pesar de la hora –casi las once– había luz y estaba abierto. Dentro cenaba una pareja de extranjeros. Si, cenando a hora española, lo que sirvió para congraciarme con ellos. Llevaban botas de campo. Son, pues, turistas rurales, gente bien. Reconozco que últimamente me estoy volviendo intransigente con la caterva de turistas que inunda las islas. Son los “giris” y los comparo con las moscas. Y desde luego, a nadie le gusta comer en un sitio rodeado de moscas. ¡Puaj!

Atendía el restaurante un paisano bastante campechano. Bueno, o es que yo aquí lo miro todo con otros ojos. Desde que piso esta isla me inunda una suerte de buena predisposición, de benevolencia irreprimible. Creo que nunca he sido capaz de enfadarme en La Palma. ¿Es o no una isla mágica?. O es que la magia está en mí, en los recuerdos de infancia, las primeras exploraciones por el jardín, los primeros juegos sexuales… Así, con estos pensamientos acompañé una buena cena basada en sopa de trigo y carne de res bien sabrosa, sin el menor remordimiento por las vacas locas. Y las papas bien fritas, y el vino del Hoyo de Mazo con su impronta local., y … hasta la servilleta de papel, por esta vez –y sin que sirva de precedentes- me pareció correcta. Sin duda, el dar barrigazos por esos montes de Dios abre el apetito, y nada más placentero que saciarlo justo en el momento en que demanda atención. Todos llevamos un dionisiaco agazapado en nuestro interior, y hay que dejarlo suelto de vez en cuando.

Fuera del restaurante volvieron las estrellas y la calma e inmensidad nocturna. Debería poder soplar y apagar cuarenta y ocho. Vaya faena para los astrónomos.

El calor del vino me recogió el alma y recordé a los míos, a los más distantes. Todavía quedaba carga en el móvil y llamé a mi hijo Guillermo, que estudia en Bedford. Hablé con él, simplemente para oír su voz atolondrada. El cumpleaños de su padre no está en su agenda, ni falta que le hace. Elena también está en Inglaterra y estudia arte en Londres. Ella se acordó enseguida y me cantó un “Happy birthday to you …” que sonó muy, muy especial mientras descansaba la vista en la cúpula del hemisferio Norte; la misma que anida sobre su cabecita rubia. Maravillas de las ondas y de la modernidad. ¿Qué son las distancias?

Y como el vicio es vicio, o por aquello de “barriguita llena, corazón contento”, me encajé de nuevo la linterna en la cabeza y aproveché para dar una batida por el bosque que rodea la laguna, aunque solo cayeron las mismas especies que ya había cogido más arriba, en pleno monte. Mejor suerte tuve junto al cementerio, en un llano cubierto de maleza y hierbas bajas.. Allí capturé otro de mis objetivos señalados, probablemente una nueva especie de la que había visto un único ejemplar recolectado por un colega alemán. Si los bichos no son supersticiosos, yo tampoco. Es más, la parada junto al cementerio resultó ser la guinda del día.

Puede que fuera la una de la madrugada cuando llegué al hotel, satisfecho pero notando ya el cansancio en el cuerpo. Me abrió el guarda de seguridad y su perro, un pastor garafiano, como mi Jara…, y Nilo, que ya se fue. Descargué mis bártulos de campo y los potes con mis preciadas capturas, y con cuidado de no embarrar demasiado los pasillos llegué a la habitación, amplia y acogedora. Sobre la mesita junto al ventanal me esperaba un pequeño ramillete de flores silvestres, una botellita de cava y una nota: ·«Feliz cumpleaños. Tu mujer».

Recordé haber visto una piscina cubierta y un “jakuzzi”. Nunca había probado estos artilugios, pero me pareció buena ocasión a pesar de la hora. El guarda tuvo la amabilidad de conectarlo para mí. ¡Vaya invento!. Y así acabé el día de mi cumpleaños, espatarrado en una descomunal bañera provista de luces subacuáticas, y rodeado de burbujas por fuera y por dentro (el champancito); con las imágenes de gorgojos caminando sobre hojas mojadas, el haz de mi luz en la niebla, el guiño de las estrellas…

El sosiego es un don del alma, pero el mundo también ayuda.

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