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Rheinland, 7-11-2012

Desperté poco antes de que la alarma de mi teléfono móvil avisara que eran las 8:00. Me suele ocurrir. La habitación del hotel era espaciosa, limpia y la mañana de invierno la inundaba de una luz tímida, uniforme, sin sombras, muy propia de los áticos. Como todas las mañanas, hice la forma de taichi, esta vez en silencio, aplicando fuerza a los movimientos y agradeciendo el tacto suave de la moqueta bajo mis pies desnudos. El pijama holgado, quizás en demasía, facilitaba mis evoluciones y las patadas al aire. Un levantar estimulante, veinte flexiones militares y directo a la ducha y aseado habitual. Una vez leí que el número de veces que nos pasamos la hojilla de afeitar por la cara suele ser constante. Me pregunté si sería cierto.

Mientras me duchaba canté una canción marinera alemana: “Wir lagen vor Madagascar, und haben die Pest an Board….” La acústica del baño hacía que sonara bien (donde único, me temo), y entonces caí en la cuenta de que Madagascar es una divertida película de dibujos animados que trata de unos animales que se fugan del zoo de una gran ciudad para conocer la naturaleza, que por alguna razón centraban en Madagascar. Casualidad o jugarretas del inconsciente. Mi hotel se llama “Am Zoo” y al otro lado de la plaza se levanta el viejo edificio del parque zoológico de Frankfurt. Su director, el Dr. Manfred Niekisch, es uno de los miembros del comité editorial de una revista científica, el Journal for Nature Conservation y nos cede las dependencias para celebrar nuestras reuniones bianuales. Yo soy el editor jefe, y la reunión la tuvimos ayer. Todo bien.

Desayuné ligero en el bareto-retaurante del hotel, un espacio agradable, discreto, con colores otoñales. Como único elemento destacable han colocado una figura de mujer hecha de pasta, justo en mitad del ventanal central. Es una mujer gorda, tetudísima, con aros concéntricos de colores pintados alrededor de cada ubre, como si fueran unas dianas, y un enorme corazón rosado dibujado en el bajo vientre, allí donde debería descansar una hoja de parra. El contraste como arte, supongo; nada estridente, un toque diferencial, moderno. La clientela que se congrega a desayunar son gente mayor o ejecutivos de media asta; todos se fijan en la tetuda (imposible pasarla por alto), pero no hay comentarios ni chascarrillos.

Pagué la cerveza del minibar y salí del hotel con mi maleta de ruedas, bolso en bandolera, un buen chaquetón y gorra de esquiador. Es otoño y hace frío, pero es un frío estimulante. El traqueteo de las rueditas sobre las baldosas de la acera resuena tanto que tentado estuve de alzarla y llevarla en vilo. Pero la boca del metro no quedaba lejos del hotel. En un santiamén me planté en la Hauptbahnhof de Frankfurt, casi con una hora de anticipación. ¡Que son trenes, caramba, no aviones!

La estación central es un hangar enorme, altísimo y anchísimo, con la estructura de hierro vista, trenes que entran y salen lánguidamente, y mucho ajetreo de personas y anuncios por altavoz precedidos de un toque de campanita. Me recuerda a las películas de espías, en las que siempre hay alguien que toma el tren. Algo ciertamente exótico para un isleño.

Tomo un café asombrosamente rico y me fijo en el paisanaje. Ahora si se ven más alemanes que inmigrantes, al contrario de lo que ocurría en la mayoría de las pequeñas tiendas que flanquean las calles secundarias próximas al hotel. Además de por la dominancia de rubiales, a los alemanes se les reconoce por la forma de vestir, que recuerda al paisaje de su tierra, todo organizado, ajustado y bien rematado, sin estridencias y con los colores aplicados con sordina. Los inmigrantes se detectan por lo oscuro de su piel, por las prendas étnicas, o simplemente porque llevan ropa que parece prestada o mal terminada, como un trozo de madera al que nunca se le pasó una lija fina. De todos modos, se nota que llevan años residiendo en este país. Van al grano, miran menos a todas partes y aparentan civilizados. El hormiguero impone, supongo.

El tren llegó puntualmente cinco minutos antes de su partida. Todo correcto; lo contrario sería una afrenta para este pueblo diligente y meticuloso con el tiempo. Los vagones de primera tienen mesa y un sillón mullido combinando el azul con el malva. Hay pocos pasajeros y la travesía hasta Bonn promete ser placentera, arropado en un útero de confort mientras el paisaje desfila rápido, rapidísimo. Al otro lado del pasillo hay un señor mayor con chaleco y corbata, concentrado en retocar fotos familiares en un ordenador portátil. Se ayuda del ratón que mueve sobre el muslo de su pierna. Es diestro.

Según iniciamos el recorrido, cruzamos hileras de huertos familiares suburbanos, estrechos y perpendiculares a la vía. La agricultura de fin de semana parece ser muy popular y estos terrenos marginales no aptos para dormir, deben ser los más económicos a mano. Hoy es viernes y están vacíos de personas. Luego siguen los polígonos industriales con las naves tan acicaladas que parece una zona residencial de postín. Hay pocos letreros y solo alguna que otra chimenea de la que emana un vapor de agua blanquísimo, revelando su naturaleza real. Aquí no hay miseria, que diría mi amigo Quico Concepción, el pintor.

Al poco de abandonar las cercanías de Frankfurt y por un buen rato lució el sol, como queriendo borrar el ambiente plomizo de asfalto y nubes que sepultan la ciudad, a modo de un sándwich opresor. Ahora el paisaje de la Europa central se desparrama luminoso a ambos lados del tren y yo busco papel para escribir estas líneas desenfadadas e inocentes, como el propio paisaje y los recuerdos más inmediatos. Para algunas personas, el roce de la pluma estilográfica sobre una cuartilla tiene una magia especial. Yo soy una de ellas y me siento dichoso.

El trazado de la línea férrea serpentea siguiendo el valle del Rin, que es escarpado en su margen derecha y llano a nuestra izquierda. La ladera de enfrente es empinada y está cubierta de exten­sos viñedos inclinado que alternan con restos de bosque latifolio. En estos momentos ofrecen todas las gamas de ocres, rojos y amarillos con pleno fulgor. Los pueblos, blancos e impolutos, con sus tejados de pizarra caídos para que escurra la nieve, se extienden al pie, junto al río, con las casas apretadas unas a otras y flanqueados de sauces, álamos y fresnos. Destacan las torres de las iglesias, o algún que otro castillo señorial a media ladera o en lo más alto, vigilante y altivo.

No se ve basura y uno se pregunta si es mérito de la gente o mérito de la hierba que aquí crece abundante por doquier. La verdad es que sé la respuesta. El río no es ni muy ancho ni muy estrecho; la ladera ni muy alta ni muy baja, los poblados ni raquíticos ni excesivos. Todo resulta proporcionado y humano. Me produce desconsuelo que nuestra cultura hispana no disponga de una palabra tan conseguida como Landschaftspflege (= acicalamiento del paisaje).

Uno se reconcilia con la civilización recorriendo lugares como este, aunque dadas las fechas y los fríos apenas se vea a sus protagonistas. Leyéndome la mente, el sol se ocultó tras un nuevo manto de nubes y volvió el gris. Cierro el relato y pongo la capucha a mi pluma Pelikan, una reminiscencia de mi época de estudiante en el Colegio Alemán de Tenerife.

A menudo me pregunto, cuánto de alemán habrá en mí…

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