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Me he levantado algo molido, quizás debido al traqueteo de ayer en el autobús, o tal vez por la dureza del suelo de la cocina donde dormimos. Doy tumbos de sonámbulo, pero ya en el exterior de la cabaña, el frescor de la mañana disipa el eco de mis sueños. Es el paisaje quien realmente me despierta. Un sol débil apenas se insinúa por el Este, sobre el lago y escondido entre las nubes. Las casetas y cabañas desperdigadas por la pradera se mantienen grisáceas y oscuras. Más atrás, las laderas cubiertas de taigá se ven manchadas por jirones de nubes que levitan inmóviles en el silencio de la mañana, incorpóreas, como la niebla difusa que pende sobre el espejo del lago. Hay magia en este sitio.

Me acerco a la orilla y hundo mis manos en el agua helada. Me salpico la cara y rompo el silencio y la quietud de la superficie. Al poco oigo un repiqueteo a mi derecha, a un centenar de metros.

Dos niños cabalgan a pelo sobre un caballo, cruzando a todo galope el largo puente que une las dos orillas del lago Telets­koye en su extremo norte, justo donde nace el río que se unirá al Katún para convertirse en el inmenso Ob (Obi para los españoles). Estoy muy cerca de las llamadas cuatro esquinas de Asia, punto donde confluyen Rusia, Kazaquistán, Mongolia y China ; en Siberia del SE, para más datos.

El puente que trepida bajo los cascos sin herrar del caballo es recio, de madera y está cubierto de estiércol de animal y de la mugre de los siglos. Los niños son kalmucos, o descendientes de ellos ; Altai people como los llaman los rusos en términos genéricos. Son de cabeza grande y rasgos asiáticos, aunque quizás su rasgo principal sea el que no sonríen cuando les saludas. Se quedan parados, con su cara de plato, mirándote sin comprender o comprendiendo tal vez demasiado a través de sus ojos achinados.

A lo largo del río Kulishman, que nutre al Teletskoye en su otro extremo, viven unos 3.500 kalmucos vinculados a un pueblo-granja fruto de la planificación soviética. Se llama Balykchá, que quiere decir «lugar con peces». Crucé el poblado a lomos de caballo, al paso, observando las cabañas de madera, las cocinas adjuntas, los huertos y frutales, las vacas campando por sus respetos por calles que no son calles y las caras que te miran quietas, un rato, si son adultas; de continuo, si son niños. La escuela, destartalada, y la estación de radio, algo menos perjudicada, señalan el inconfundible estilo de una dictadura, como otras tantas que he visto en África y América del Sur. Cemento y dimensión al servicio de la vanidad pretenciosa de una grandeza solo sostenida por la fuerza. La diferencia de escala y proporción entre los edificios oficiales y locales da medida de la magnitud de la opresión. Rusia no es lo que fue, o nunca fue lo que nos hicieron pensar que era. Miro el monolito que hay a la entrada del pueblo, adornado con alegorías a la producción agrícola y mensajes en cirílico que no sé descifrar. Es de aluminio y está ajado, solitario, rodeado de boñigas de vaca y guijarros. Sentí tristeza. Es como la espiga seca de una umbelífera ya florida y sin frutos. Caerá con el viento.

No soy justo. Debo explicar primero qué hago en Altai, a 9.700 km de mis Islas Canarias, y por qué me ha impactado Rusia tanto, con solo haber rozado el vello de este inmenso oso aturdido.

Hará como tres años, asistí a una conferencia sobre las áreas protegidas en Rusia que dio Nicolai Maleshin, director de la la Reserva de la Biosfera de Chernozem. Se encontraba en Tenerife con motivo de un viaje de estudio por los parques nacionales españoles. Miguel Castroviejo, entonces director – conservador del Parque Nacional del Teide ( y sucesor mío en el cargo) hacía de anfitrión y tuvo a bien invitarme. Entre las muchas diapo­sitivas que puso Nicolai me llamaron la atención unas que mostraban ríos prístinos surcando valles amplísimos, cubiertos de bosque, despejados y sin atisbo de presencia humana.

– «¡Qué interesante !, esto es como ver Europa antes de que el hombre la transformara !», – comenté, mientras Miguel devoraba la pantalla con ojos atentos. De pie, tras sus enormes gafas de montura clara, Nicolai, con su cuerpo de Rambo y cara de niño grande, explicó :

– «Esta es la Reserva de Altai, en Siberia. Yo fui su director durante 10 años ¿Por qué no vienen a verla ?»

Miguel y yo nos miramos sin excesivo convencimiento, y no recuerdo quien pronunció la frase mágica, pero allí quedó :

–«¿Y por qué no ?»–

La gran mayoría de los líos en que me he metido se han iniciado a partir de estas sencillas palabras. El hecho es que, tres años después y a través de contactos entre Nicolai y Miguel, que ahora trabaja en la Delegación española ante la Unión Europea, en Bruselas, el viaje cuajó.

Inicialmente éramos tres los aventureros y al final acabamos formando una expedición de once. Se apuntó gente del Jardín Botánico de Madrid (Félix Garmendia y Paco Pando) con Santiago Castroviejo (“Tatayo”) a la cabeza, hermano de Miguel y anterior director del Jardín ; Antonio García Valdecasas, del Museo Nacional de Ciencias Naturales, especialista en ácaros acuáticos, y dos botánicos gallegos, Enrique Valdés y Antonio Prunel, secretario de la Casa de la Ciencia de Orense. De Canarias vinieron «los Ángeles» : Palomares, director-conservador del parque nacional de la Caldera de Taburiente, y A. Fernández, del de Garajonay. Los dos son ingenieros de montes y ciertamente, ”tiran pal monte”. Las perspectivas de culminar muchos picos y dejarse la suela de las botas en las míticas montañas de Altai, les hizo desistir de otros planes que tenían trazados para el verano. Y también se apuntó Vicente R. Gracia, médico psiquiatra, botánico, entomólogo, erudito y escanda­loso ; un exuberante personaje que podría serlo de Cabral Infante, con hipocondría contagiosa ante cualquier situación nueva y sin cuya notada presencia el viaje hubiera sido otra cosa, ciertamente, más aburrida. En definitiva, una expedición científica a colectar material botánico y entomológico, formalizada y en toda regla.

 * * *

Llegar a Altai no es empresa fácil. Tuvimos que hacer escala de dos días en Moscú, luego volar 3 horas y media hasta Barnaul, a 3.400 km al este ; después 8 horas de autobús destartalado hasta Artubash en el lago Teletskoye, pernoctar y 6 horas más en barco para alcanzar el puesto de Chiri (tres cabañas), la auténtica puerta de entrada a la Reserva, a 70 km en el otro extremo del lago. Esto nos llevó 5 días que se repiten, con la salvedad de la parada de Moscú, en el viaje de vuelta. El tiempo “neto” en la Reserva de Altai se redujo pues a 16 días, de un total de 24 desde que salí y volví a Tenerife.

La Rusia con Visa

La Rusia que ven la mayoría de quienes la visitan, yo no tuve ocasión de conocerla. Es el San Petersburgo de los zares, el Hotel Moscú o el Hotel Ukrania frente al Kremlin. Es la Rusia que acepta Visa y que establece un abismo entre quienes poseen el pasaporte al crédito bancario, y quienes no. La Rusia de los dólares y la Rusia de los rublos.

Moscú pasa por ser hoy una de las ciudades más caras del mundo, al menos en términos relativos. Me explicaré.

El día que paramos en Moscú hicimos algunas visitas de rigor, como el periplo por el interior del Kremlin o la visita laberíntica a las múltiples capillas de San Basili. En el hotel donde acudimos a cambiar dólares (inmaculados y posteriores a 1990) todo tiene el sabor de cualquier buen hotel mundano, con sus escaparates abiertos a los salones, trasiego de clientes bien trajeados y la mirada atenta y discreta de conserjes y botones. Quizás la única novedad sean las jóvenes rusas que merodean en los alrededores, ataviadas con trajes negros ceñidos y cortos de falda que realzan la hermosura de sus cuerpos de muñecas de pelo rubio y ojos claros ; hasta sus senos breves, enhiestos y bien demarcados, parecen frutos jamás tocados que incitan a la profanación. Allí esperan a que los botones reclamen su presencia en algún pasillo, número cualquiera, de la habitación que sea. Sí, las putas de Moscú son muñecas a las que no pega un calificativo tan sonoro y rotundo. Son putillas de Visa, para decirlo con más ternura.

Después de pasear por la Plaza Roja y tener la oportunidad de comprobar la severidad y represión de la guardia rusa al visitar la tumba de Lenín –hay que desfilar ante él en pleno silencio y orden borreguil–, el grupo hispano decidió ir a comer a un buen restaurante, quizás como sonora “apertura” de nuestra expedi­ción, o puede que forzados por la ausencia de cafés, snacks o bares que jalonan cualquier calle de cualquier ciudad occiden­tal. Acabamos en el Sudar, un restaurante abierto en un sótano, de estilo sobrio y con cierto atisbo de elegancia en la disposición de la cristalería y las servilletas. Los servicios higiénicos, impecables. Caviar fresco traído del lago Baikal en avión, cerveza rusa, esturión guisado y vino. Una buena comida que al cambio salió a unas 5.000 pesetas por barba, precio más que razonable para un restaurante equivalente en Madrid, por poner el caso. Una habitación individual en el Hotel Ukrania cuesta 14.000 ptas, y en el Moscú Palace 42.000 . Se paga en dólares y nada de esto resulta escandalizador, por supuesto. Pero.

El sueldo mensual de Nicolai, biólogo funcionario del Estado, es de 13.000 ptas netas (probablemente estuvimos desacertados en llevarle a comer con nosotros). El coste de la vida anda por las 2.000 ptas y el salario mínimo es de apenas 1.000 (cifras mensuales). Un puesto callejero en la zona central de Moscú ofrecía pinchos de carne a 4 dólares (520 ptas). La Rusia sin Visa no come pinchos.

La Rusia gris

Es fácil comprender que Nicolai, en cuyas manos dejamos la organización del viaje, evitara ubicarnos en un hotel del centro de Moscú. Para pasar las dos noches de estadía obligada, alquiló un piso en uno de los bloques-vivienda estándares que hay a cientos en la periferia de la capital (8 millones de habitan­tes). Todos son iguales e imposibles de diferenciar ; altos para­lelepípedos que se disponen cerrando un inmenso campo central donde aparcan los coches y se encuentran los centros oficiales de suministro para la barriada. Los coches los cubren con cajones metálicos, a modo de garajes monoplaza, de manera que nunca se sabe si hay realmente un coche escondido bajo cada coraza. En estos bloques viven todo tipo de personas, desde ingenieros a simples obreros. Ahora también hay quien alquila pisos.

En todo Moscú parece no haber problema de espacio. Las avenidas, los parques, los bloques, su separación ; todo está hecho a gran escala; nada que ver con el mundo mediterráneo o árabe. Esta es una Rusia triste, silente, que no sonríe ; la que aún no ha despertado del susto de su descalabro ; la que no sabe como emprender soluciones ; la Rusia sin iniciativa.

El piso en el que nos repartimos por el suelo de la sala, cocina y dormitorios, con muebles que algún día brillaron y estaban enteros, bombillas que tuvieron tulipa, es un buen ejemplo de la penuria de la Rusia sin Visa. O de la desidia, simplemente.

El grifo del baño no cierra – goma gastada – y el chorro de agua caliente y humeante se pierde por el sumidero permanen­temente. Es un ruido diurético. En la cocina, mugre aparte, la situación de la grifería es la misma, y también con agua caliente. Como canario acostumbrado a economizar el agua, aquello me escandaliza tanto que tomo mi cantimplora y el cronómetro. Calculo el consumo : cuatro litros por minuto, o sea, 5.800 metros cúbicos al día y todo por dos (baño y cocina). Se lo comento a Nicolai y, para mayor asombro, me dice que es una situación harto normal y frecuente en los bloques-vivienda de todo Moscú. El agua no cuesta dinero y es calentada por el proceso de refrigeración de las centrales térmicas que aportan fluido eléctrico y están repartidas estratégicamente. Me resulta imposible imaginar el volumen total de agua que corre de continuo cañería arriba y sumidero abajo. !Cielos¿ el problema de Rusia es que se desagua. ! Pienso en lo que he dicho y no me parece acertado del todo. No es el agua que se pierde lo que desangra a Rusia ; es el hecho de dejar que ocurra, de no desarmar el grifo, reponer el trozo de goma y frenar tanta desidia.

Salgo al balcón (1 x 2 m) de nuestro sórdido refugio. Desde el piso décimo, domino el conjunto de varios bloques ; abajo, el espacio común que hace de plaza, aparcamiento y zona de juego. Deduzco que deben haber dos o tres centros de suministros, pues se ven entrar y salir rusos, silentes, con su bolsa y carrito en la mano. No hay ruido ni bullicio. Tres niñas juegan a la pelota y lo hacen en un silencio incongruente. Nadie grita desde las ventanas. No se oye música. Nadie canta.

Me intriga. Siempre hay una o dos personas que van para algún sitio. Pero no hay prisas, no se forman grupos, no se discute en la calle. Veo a tres señoras con el pelo cubierto con un pañuelo blanco, sentadas en tres troncos (zona de recreo infantil, muy deteriorada). Supongo que hablan entre ellas. Un señor que sale lleva traje con corbata, y maletín. Va sólo. Debe ser ingeniero. Ya dije que aquí viven gente de varias clases, mezcladas.

Supongo que los pisos por dentro serán diferentes, pero ello no quita que el portal y los ascensores huelan a sexo, a viejo, como los barrios bajos del Cairo ; que las bombillas estén rotas y la mugre sea el decorado general. Los balcones que atisbo a ver desde el mío, no desvelan mejor situación. Mate­riales acumulados ; algo de ropa tendida ; quizás un trineo viejo y, con suerte, el humo solitario de alguien que fuma su cigarrillo mientras observa o se toma un yoghurt mirando al vacío. Vida hosca bajo un día radiante y hermoso, con árboles verdes y vigorosos. Solo los grandes grajos negros y grises vuelan en grupitos y levantan la voz de cuando en cuando.

Estos rusos tristes son muy abundantes en Moscú. Se les distingue allí donde estén por su individualidad, porque nunca forman masa. Su mejor distintivo es, sin embargo, la bolsa de plástico que cuelga fiel de la mano rusa, sin balanceo, llena de intriga o ya vacía de esperanzas. Son bolsas recias y con dibujos muy modernos y llamativos, en su mayoría emblemas de marcas que nos resultan familiares (Cristian Dior, Benneton, Cacharel, etc.). Estas bolsas son compradas. Su colorido contrasta con los tonos apagados de la ropa rusa. Todos las llevan. Van o vienen, no se sabe. Nunca se ven abultadas.

Los bloques viviendas están separados por arbolado o zonas de campo abierto, que hace las veces de jardín. No se aprecia apenas basura o papeles tirados, pero no he logrado averiguar si es que los rusos son gente limpia, o que simple­mente no abundan las cosas con que hacer basura. En estos jardines se ven perros bien cuidados y siempre de buenas razas. Sus amos los llevan con correa y a muchos con bozal, para que no muerdan, o tal vez, para que no ladren. Así, dueño y can pueden pasear en silenciosa complicidad.

Antes llamé tristes a estos rusos, pero aunque a mi me lo parezcan, creo que me equivoco. No, no están dominados por la tristeza. Es la ausencia de algo lo que los caracteriza. Como el velero sin viento, pero a flote ; no sumergido.

La Rusia olvidada

El vuelo de Moscú a Barnaul fue largo y sereno, con la salvedad de una ligera turbulencia al superar los Urales. El resto es estepa verde e inmensa, recorrida por innumerables ríos de cauce confuso y que culebrean dejando meandros perdidos en búsqueda de la esquiva pendiente máxima. La estepa se ve más infinita desde el avión, pues las ciudades y pueblos –que algunos debe haber– se pierden en la calima. ¡Qué territorio más descomunal !

Aterrizamos en Barnaul. El tufo a amoniaco e inmundicia que reina en los servicios higiénicos del aeropuerto resultan engañosos. Todavía no es el fin del mundo.

Barnaul es una ciudad importante, con universidad y varios institutos de investigación vinculados a los abundantes recursos minerales de la región. Las tiendas están bien nutridas y se ven coches nuevos y modernos (quizás más que en Moscú). Los Mercedes-Benz son indefectiblemente parados por la policía. ¿Qué controlan ? No lo sé. Dicen que Rusia funciona ahora gracias a las mafias. Son varias, están bien organizadas y parece que hasta son generosas cuando pagan por los locales o viviendas que te obligan a venderles. En fin. Debe ser descorazonador comprar un buen coche y convertirse en presunto mafioso. ¿O quizás no ? Cada sociedad acaba por generar sus propios héroes.

Barnaul tiene, no obstante, un cierto sabor a oasis. Fuera de su recinto se extiende otra Rusia que vive y sufre sin que parezca importar a nadie ; que existe y no existe a la vez : la Rusia olvidada.

En el recorrido hasta Bisk y luego a Artubash pasamos por pequeñas poblaciones de las que no podría destacar nada en particular, pues hasta su trazado y composición parecen cómplices del olvido. Casas de madera, huertos, cercas y poco trasiego. Un paisaje dibujado con sordina.

Turachak es la capital de la región autónoma de Altai (son 89 en total), que cuenta con unos doscientos habitantes. Olvidada en la vastedad, es igual de insípida e impersonal que el resto. Hasta allí tuvimos que desplazarnos en nuestro viaje de vuelta, pues había que obtener un visado de salida, so pena de pagar en el aeropuerto de Moscú una multa de 600$ por cabeza al abandonar el país. Y, ciertamente, ya veníamos bastante desangrados por “propinas” y pequeños sobornos que jalonaron nuestro paso por el sistema público de transporte ruso. Domodedovo, el segundo aeropuerto de Moscú, lo recordaremos cariñosamente como “Todomeloquedo”.

La oficial que extendía visados en Turachak no trabajaba por la mañana, impedimento que se subsanó con una botella de champán ruso y unos bombones, oportunamente entregados en la puerta de su casa. Nicolai, que no siempre sabía cuanto cobrarnos por algunos de los servicios apalabrados (autobús, barco, etc.) era, sin embargo, muy certero a la hora de estimar la generosidad de los “regalos”. Los viajes por el tercer mundo son así, como una máquina compleja a la que hay que ir untando de grasa aquí y allá para que la cosa ande. Nos fue muy útil la pericia de Nicolai en estos menesteres.

Cruzamos inmensos campos de suelos oscuros y muy fértiles, reflejando un mosaico de rotación trianual.. Todo a escala rusa ; sobredimen­sionado. ¡Qué riqueza de territorio !, pero ¡que dureza ! No se ven casas ni poblados, sino las entradas a las granjas comunales ubicadas estratégicamente para facilitar el trabajo y recogida de las cosechas. Pero tremendamente aisladas, como náufragos en un mar de cereales. Así no circula la “humanina”, esa droga tan necesaria para nuestra especie, que es eminentemente tribal. Ni siquiera el gran frío puede acallar su reclamo ; la avidez por el contacto físico, el manoseo o el mero trasiego de afectos. Que el destino nunca prive a los pueblos de una mínima dosis de humanina.

Más hacia el Este y a medida que el terreno se hace montañoso por la proximidad de Altai, los bosques que antes salpicaban el territorio pasan a dominar el paisaje y la “economía”. Se ven asentamiento de serrerías y algunos poblados dispersos en la inmensidad forestal, pues ahora es un océano de árboles el que remata el horizonte. Todo está como parado, y la poca actividad que se observa es lenta y cansina. Me cuentan que tienen serios problemas con el transporte, que habiendo madera, no hay forma de enviarla a sitio alguno. Que las máquinas languidecen por falta de recambios o combustible.

Es cierto. Se ve muy poco tránsito por las carreteras y la sensación de vacío es generalizada. Con todo, las gentes no parecen pasarlo mal ni se perciben síntomas de miseria. Las familias se han replegado sobre sí mismas ; tienen sus animales y huertos, intercambian algunos productos y la cosa funciona. Además y, sobre todo, tienen cultura y siglos de historia acumulando paciencia , que es mucho tener. Estos rusos olvidados parecen un pueblo hecho para resistir, y lo hacen de forma plácida, sin aspavientos. No hay analfabetismo. Se vive sin más, tranquilamente y se espera. Se espera.

Me dicen que lo que más aprecian los rusos de estas regiones es una buena conversación. Algo así como nuestras tertulias, pero sin la sensualidad y holgazanería mediterránea que tanto nos subyuga. Nosotros nos arremolinamos junto a un café o una copita  y la conversación languidece a medida que los contertulios inventan excusas importantes y se van despi­diendo. Ellos se reúnen junto al fuego y gustan más de contar historias que hacer especulaciones. Y así, hasta que terminan abatidos por el vodcka.

Leí en una guía turística de Rusia que el mayor problema de Siberia es el alcoholismo, extendido al 90% de la población. En aquel momento me pareció una exageración.

El ruso traga vodcka –o el alcohol de 96º que llevábamos para nuestro herbario– con gran soltura y fervor. Digo que “traga”, porque no lo bebe. La boca es un mero trámite. El alcohol cae directamente en el estómago, con suerte se emulsiona con la grasa de la comida que atempera la cosa ; pero seguirá por el torrente sanguíneo rumbo al hígado, que pronto se verá desbordado, dejando pasar alcohol sin descomponer directamente al cerebro. Un ruso beodo es un espectáculo común y socialmente aceptado ; o asumido. Esto último es lo que más impresiona.

Nuestro primer contacto con los kalmucos del interior de Altai se produjo en Akurum, cuando de noche divisaron nuestro campamento y uno se acercó a preguntar si llevábamos alcohol. Ya antes, uno de los marineros del barco que nos ayudó a cruzar el lago Teletskoye, se nos plantó junto al campamento, ya a oscuras y después de haber consumido Dios sabe qué bebida. Así estuvo durante un buen cuarto o media hora, como un perro a la espera de migajas. De vez en cuando pronunciaba : “al-ko-hol” y tiraba levemente del pantalón de Santiago.

El vodcka es caro. La botella cuesta unos 85.000 rublos (al cambio 2.000 ptas), frente a los 3.500 de una cerveza. Pocos se lo pueden permitir, de modo que la mayoría fabrica sus propios productos alcohólicos con los que castigarse el hígado y el alma. Todo exceso es malo, y en esta Rusia olvidada hay sobredosis de alcohol y silencio.

Las tiendas oficiales en los pueblos son muy diferentes a las de Barnaul o Moscú. Son amplias y espaciosas, pulcras y los pocos productos que tienen están perfectamente ordenados en larguísimas estanterías. Guisantes, harina, fideos, o lo que sea, metidos en bolsas plásticas de igual tamaño. Laterío ruso y algo de importación. Los clientes entran esporádicamente, miran en silencio un buen rato y luego piden : una cajetilla de cigarrillos ; una hogaza de pan, o una lata de sardinas. No se hace la compra ; simplemente adquieren uno o dos objetos que no consiguen producir, o porque quieren celebrar algo. Las dependientas, tres o cuatro por tienda, despachan pulcras y calladas, y luego se incorporan al escenario de mercancías hieráticas. Quizás algún día las estanterías estuvieron atiborradas y hubo bullicio en estos salones desolados.

A qué esperan…., ¿a que venga Godot ?

La Rusia natural

Rusia es enorme. Su extensión es impensable para un isleño y, cuando se observa desde el avión esa vastedad que es la estepa rusa adornada por meandros de ríos que vienen o van sin saberse dónde empiezan o dónde acaban, entonces, como digo, de solo pensarlo, da vértigo.

En Rusia cabe de todo y por eso no ha de extrañar que allí, a diferencia de lo que ocurre en muchos países europeos, quede aún suficiente Naturaleza ; como en las “tierras vírgenes” de Jack London.

La Reserva de Altai compensó con creces los esfuerzos por llegar hasta ella. Ya al desembarcar en la playa llena de guijarros y maderos, al fondo del lago Teletskoye, todos sentimos ese gusanillo que nos dibuja interrogantes en el estómago. Paisajes por descubrir, una paliza de caminata por delante, muchas incógnitas, los osos, los lobos …. en definitiva, el regusto por la aventura, esa vieja sirena que mueve el vitalismo humano.

He de confesar que el mérito de gran parte de la excitación del grupo debemos atribuirlo y agradecérselo a los osos. No vimos ninguno, sea dicho por delante, pero en todo el periplo nuestro grupo padeció psicosis de oso. Ya en el pisito de Moscú Nicolai aderezó las chácharas nocturnas con todo tipo de historias sobre osos, incluidas sus peripecias durante la época en que fue Director de la Reserva de Altai. Aunque los plantígrados no son mi especialidad, yo tenía sinceros deseos de ver a estos magníficos animales al natural, mientras que a Vicente con su “hipocondría”, se le erizaban todos los pelos de la barca cada vez que alguien los mencionaba. Pero se portó bien; no llegó a desmayarse. Así que, con ánimos contrapuestos , oímos ruidos nocturnos que nos aceleraron el corazón (…probable­mente nuestros caballos rascándose…), localizamos excremen­tos de osos rebosantes de arándanos, vimos huellas frescas y hasta olimos a los osos. Pero no vimos osos.

El “cuerpo expedicionario” se integró pronto y muy bien, incorporando a los guardas Genia y Valiera, que trajeron los caballos (cinco) para la carga. Con ellos vino también Taigá , una vivaracha y flaca perrita negra de manos y pecho blanco, que pronto fue adoptada por todo el grupo.

Las vivencias de campo adquieren un grato velo cuando se rememoran desde un sillón confortable. El frío, los sudores, las angustias y los sustos se olvidan pronto, y queda el reposado recuerdo del gran paisaje y el calor que emana del compañerismo vivido. En Rusia la terminación “a” es afectiva, de modo que Antoni, cuando hay confianza, deviene en “Antonia”. Así que pronto nuestro grupo pasó a estar formado por Santiaga, Vicenta, Miguela ….

A los pocos días de estar desconectados de nuestro complejo mundo civilizado, todo adquiere una nueva dimensión, o debería decir, la vieja dimensión. El tiempo, sin ir más lejos, recupera su ritmo natural, y al son de la luz acoplamos nuestros quehaceres como si nunca hubiéramos hecho de otra manera. La ausencia de ruidos tecnológicos, el reloj guardado, la rebeldía ante el afeitado, el capear la lluvia, el dejar nuestros excrementos sobre la hierba como cualquier mamífero, todo se confabula en un estado muy especial que me atrevería a definir como simple, auténtico y placentero.

– ¿Hoy es lunes o jueves?. — Igual da….

Y qué bien se entra en el sueño embutido en el saco de dormir, con el cuerpo reventado tras kilómetros de larga caminata, pero con el espíritu sereno. Ni las tormentas que aguantamos, algunas con violencia, turbaron sueños tan justos.

Se me hace difícil describir el Altai natural que tuvimos el privilegio de conocer y compilar tantos días intensos en un relato coherente. Naturaleza y vivencias se amalgaman involuntariamente. Quizás lo más sensato sea entresacar algunos pasajes de mi libro de campo. Este es un vicio muy mío. Cuando me enfrento a un territorio nuevo, siento la necesidad de registrar aquello de algún modo, sea en foto, en dibujo o escribiendo. Y a menudo hago las tres cosas a la vez. Valga una muestra:

8 de agosto, lago Telestkoye

«Hemos acampado en un sitio idílico con el único sonido de las pequeñas olitas del lago y el crepitar del fuego. Las laderas de las montañas enmarcan el fondo del lago y al frente, donde se pone el sol, se levanta la otra orilla. Todo es calma y grandeza ; la playa amplia, llena de leña, y a nuestra espalda una marisma con bosque. Hemos cenado fabada con arroz en un ambiente de campamento de lo más auténtico. Los demás se han retirado a sus casetas. Escribo a la luz del fuego y de mi linterna. Bon nuit… bon journé…. .»

        … Anoche me desperté alertado. En un momento dado debió cesar el viento y el ruidito de las olas. Ningún grillo, ningún acrídido, ninguna ave, ningún motor lejano, ningún viento. Silencio absoluto y solo el retumbar de mi corazón agitado que, al calmarse, hizo el silencio aún más patente. Es la primera vez que me despierta el silencio. Sic. »

9 de agosto, ascenso hacia Bajs

«Al subir a Ayu Kohl hubo un momento en que Nicolai y los guías se quedaron reorganizando la carga sobre los caballos, y por una hora me toco ir a la cabeza abriendo el paso. Fue ciertamente emocionante, al menos para mí. Vi huellas muy recientes de oso en la misma senda (la única que existe). Hizo hoyos y en un sitio donde se tumbó, la hierba estaba aun fresca y apenas marchita. Pasó antes que nosotros, probablemente a primera hora. También vimos huellas (4 cm) de un cérvido pequeño y de felino grande (¿lince ?). Es emo­cionan­te ir por un sendero donde puedes toparte con un oso. A Nicolai le ha ocurrido con frecuencia. Nosotros probablemente organizamos demasiado ruido.»

10 de agosto, laderas del Küga

« En la Enciclopedia Británica describen la taiga como un “swampy coniferous forest”. Hoy hemos penetrado en lo que aquí llaman taiga negra, y el nombre le va al pelo. Es un magnífico bosque con dominio de abetos, pino silvestre y de Siberia, y muchos abedules. Algunos pinos han de superar los 500 ó 700 años, pero son de copa estrecha de manera que entra bastante luz y el sotobosque es rico. El suelo es hidromorfo y cada dos o tres metros encuentras algún tronco caído cubierto por un manto de briófitos, Oxalis o licopodios. Hay sitios donde caminas sobre una alfombra de “cadáveres”. Es impresionante la cantidad de leña que forma el suelo ; quizás lo que más llama la atención de estos bosques vírgenes. En las zonas más pendientes los árboles son igual de imponentes, pero el suelo no está tan ensopado, aunque el nivel de madera muerta es equivalente. Se ven pinos con señales de rayos.»

11 de agosto, Yar-Lugol a 2200 m de altitud.

« La visión de Altai desde lo alto es imponente. Hasta donde da la vista es reserva; cadenas y cadenas de montañas sin átomo de civilización, salvo por los restos de metal de los satélites rusos que andan desparramados por estos parajes. Aparecen trozos de aluminio en los sitios más insospechados. No sé qué decir. Supongo que me disgustaría más encontrar una lata de Coca-Cola.»

12 de agosto, lago de Ayu-Kohl (1.820 m altitud)

« ¡Vaya noche!. Empezó a llover sobre las diez y media y se instaló una tormenta que duró hasta las nueve de la mañana. La lluvia vino acompañada de ráfagas de vientos fuertes y arremolinados que atacaban la tienda desde distintos ángulos. He descubierto que mi tienda está construida de forma que se abate cuando le da el viento y se yergue enseguida, como una palmera o un tentetieso. Relámpagos y truenos en abundancia, cada 4-6 segundos. Todo un bautizo. Sin embargo, al rato me acostumbré a las ráfagas de viento y me dormí arrullado por el repiqueteo del agua. No hay nada mejor para el sueño que estar absolutamente reventado. Lo dice un escombro sincero

13 de agosto, valle del Surijza

« La caminata de hoy ha sido respetable, cinco horas y media en la que habremos cubierto unos 18 km. Fuimos por las lomas dejando atrás las cabeceras de varios valles. El recorrido, sobre los 2.000-2.200 m de altitud se hizo más o menos llevadero, pues por la pradera alpina se camina con comodidad, con la salvedad de algunos tramos donde te ensopas los pies en las turberas o crece el Salix y la Bétula rotundifolia. Caminar entre este matorral resulta muy penoso, pues las ramas bajas te golpean las canillas, rodillas y algo más arriba. No les falta razón a los rusos rusos que llaman al Salix “rompehuevos”.

El valle del Surijza, nuestro objetivo del día, resultó ser el tópico que venía buscando. Es amplísimo y con muchos valles subsidiarios; todo tapizado de bosque que deja al centro una amplia zona húmeda por donde discurre y meandrea el río. Seguro que así fue   Europa antes del hombre. Esto podría ser cualquier lugar de Alemania o Suiza, solo que virgen. La Naturaleza es grandiosa. Imagino la excitación de un colono ante un panorama como este.»

14 de agosto, campamento en Surijtza

«Valiera se ha puesto a preparar el té. Siempre que paramos, se levanta un campamento o se regresa de algún sitio, el té es obligatorio. Ellos lo llaman té, pero Enrique y Santiago han descifrado más de una veintena de hierbajos en su composición, y alguno de sospechoso propósito. Pero es bien rico y reconforta.

A pesar de la rutina, Valiera parece contento y tararea algo de ópera. Reconozco fragmentos de Carmen que me hacen sonreír. Ya sé que entre estas gentes no hay analfabetismo, solo que se hace raro ver a un arriero sacar un libro lleno de mugre de las alforjas y enroscarse junto al fuego para leer. Pido a Nicolai que me traduzca el título del libro que lee Genia. Es “El Principito”, de Saint-Exúpery.»

15 de agosto, camino del Artishtú

«Hoy estuvimos caminando un total de 8 horas. Levanté infinidad de piedras, todas “potables”, pero nada de nada; solo 6 ejemplares de un Syntomini (=pequeños escarabajos) al subir el repecho de un puerto, donde el clima puede que sea algo distinto, pues Santiago también encontró plantas diferentes. Por una vez que encuentro piedras entre tanto tapiz de líquenes y arbustos, ¡nada! Si se quieren coger coleópteros aquí habría que trampear a base de bien.»

16 de agosto, valle del Artischtú (1.920 m de altitud)

¡NIEVA!. Cuando abrí mi tienda para sacar la cabeza, ya vi patinar algo por sobre el plástico. Pensé en la escarcha, pero al asomarme los primeros copos me cayeron en la cara y me recibió un paisaje hermosísimo, indescriptible, blanco y gris. Hacia mi tienda se dirigía Genia con un cazo en la mano, embutido en su gabán y el gorro ruso calado hasta las cejas. Con una amplia sonrisa revelando todos los dientes dorados, me saludó en español con una frase recién aprendida:

-”Hoi – por – la – mañiana – iestá – nievando” . Para no ser menos le respondí:

– “!Dobri, dobri udra!”-

Luego me quedé un rato anonadado y contemplando tanta belleza hasta que me di cuenta que los copos se metían en mi tienda. Sentí deseos de llorar; pasajeros, pero puede ser que la hermosura también genere llanto.»  

La Reserva de Altai es enorme, con 869.000 hectáreas; o sea, más grande que Canarias. Por el Sur linda con el valle del río Kulishman, donde subsisten unos 3.500 kalmucos. Hasta este valle descendimos siguiendo el cauce del Artishtú.

«Emprendimos la bajada por un bosque montano similar al del valle del Surijza; una bajada rápida sin mayores contratiempos que alguna parada para reorganizar el equipaje de los caballos. Debido a la pendiente se desequilibra cada tanto. En un momento dado llega­mos a un escarpe donde la pendiente se hizo muy pronunciada y el camino se convirtió en un zig-zag, paredón abajo. La vista que se abrió sobre el amplio valle glacial del Kulishman, justo donde se une al Tchulcha, es para quedarse boquiabierto. Además del paisaje, tam­bién nos alegró la tarde el cambio de vegetación. Estas laderas están más soleadas y debido a la menor altitud, hay muchas plantas en flor y mayor diversidad. Los botánicos han vuelto a levitar. No es para menos.

17 de agosto, Karatsu (1.250 m)

Hoy ha sido un día de reposo. Me ha venido bien, pues tengo el tendón del pié derecho algo perjudicado. Cojeando subí por el bosque de abedules buscando el cauce del río. Al final lo encontré y allí en un tranquilo tramo estuve dos horas dedicados a lavar algo de ropa y a mi mismo. El agua baja con violencia entre las rocas y está fría que corta. Metí la cabeza cosa de segundos, pues el agua produce dolor, de modo que tuve que lavarme por partes y con suma paciencia. Tampoco logré dejar los calcetines muy blancos, pero al menos quedaron lavados y sin olor. Me afeité, que siempre ayuda a la sensación de limpieza. Ahora llevo un buen rato tranquilo, fumando mi pipa, escribiendo y cuidando el campamento pues los demás se han desperdigado para dedicarse cada uno a su cosa.

…. Por la tarde me dí un garbeo por los alrededores del campamento, pasito a pasito. Colecté unos cuantos carábidos, lo que me mantuvo entretenido. Parece que a estas altitudes están aún activos. Salió el sol y pude recrearme contemplando las Parnassius en vuelo. ¡Magnífico bicho! También me pasé diez minutos observando el galanteo de un saltamontes macho a una hembra, que además de ser coja y después de todo, le rechazó.

… Angel Palomares y Antonio Prunel están empeñados en preparar pan. Yo aprovecho para escribir y descansar el pie. Santiago y Enrique están cambiando los pliegos del herbario. Valdecasas recoge la colada. Cielos, parece como si lleváramos años en esto. »

18 de agosto, río Kulishman

« Tumbado y admirando el paisaje me dejé llevar hacia el mundo de mis responsabilidades en casa. Qué lejanas y qué próximas. Teóricamente me he de incorporar a la función pública estos días. Pedí vacaciones aunque no sé si tengo derecho a ellas. En fin, a mi vuelta he de tomar decisiones importantes que sé que van a afectar mi vida y la de los míos. Ahora prefiero entregarme al hedonismo de este paisaje, a las aguas que corren llenas de vida, y a la luz del sol, cada vez más tumbante y cálida. Es domingo en la Naturaleza. »

19 de agosto, río Tchulcha

« Escribo estas líneas en una suerte de paraíso. Ante mí se extiende una playa de arena fina, con sauces y pinos detrás. Estamos en el fondo del valle del Tchulcha donde se forma una catarata sobre una escalera de grandes bloques caóticos. Tumbado en la arena después del baño, cierro los ojos y escucho el fragor del agua. Es tremendo ; se oye lo mismo que dentro de un avión (turbina + aire acondicionado). Curiosa transmutación…

… La caminata de vuelta al campamento casi se nos complica, a pesar de que esta vez fuimos en grupo. Félix se dio con una piedra (raspón en el hombro), y Angel Palomares casi se nos va por un precipicio cuando al cruzar un torrente patinó en las piedras mojadas y cubiertas de musgo. A mí, en un momento me dado, me dio una flojera de estómago apoteósica e intempestiva. Veremos si la cosa repite. Mejor dejo de probar tanto fruto silvestres.»

20 de agosto, de Akurum a Kockpash

« Quizás lo más placentero de la tarde fue el rato que pasé en la planicie aluvial. Encontré el remanso de un meandro con suelo arenoso y hierbitas ralas, y al poco divisé una Cicindela. Son preciosas. Había dos especies, una de ellas de color verde y rojo metálico (una auténtica joya) y otra parda con dibujos claros. Son escarabajos depredadores, tienen las patas larguísimas y corren como demonios, pero lo peor es que vuelan como si fueran moscas. Me pasé una hora y pico dando saltos y tirándoles mi gorra de tela antes de que levantaran vuelo. Se me escaparon algunas, pero fui mejorando la técnica y al fnal cayeron una buena docena. Fue un rato de cacería entomológica glorioso, pues las Cicindelas son un tópico y en Canarias no las tenemos. Placeres que te dan los bichos. »

21 de agosto, río Kulishman

«Amaneció despejado y con calma chicha. Los Zuphius -grandes saltamontes de alas rojas- iniciaron sus vuelos nupciales nada más salir el sol. Levantan el vuelo directo hacia arriba y cuando suben hacen estridular sus alas produciendo un sonido fuerte (¡chirrrrrrrsssssssssss!); luego planean un poco y se dejan caer para volver a iniciar otro ascenso antes de tocar el suelo. Este vals lo pueden mantener hasta 40 segundos en el aire.

        Hoy me apunté a bajar por el Kulishman en la barca que trajo Sergei (Director de Altai) para llevar el equipaje. Los caballos no pueden vadear el río con carga, de modo que el resto del grupo le tocó ir por tierra a pie o montados hasta la desembocadura del Baschkaus. Creo que ha sido uno de los “paseos” más hermosos de este viaje. Yo iba tumbado en medio del equipaje en total relax. Encendí mi pipa y me dejé llevar por el río y el paisaje. Sergei remando en silencio, como el propio río que lleva sus aguas calladamente. El viento ausente y el sol en este punto que te calienta gratamente las espaldas brindando una sensación de confort muy placentera. El paisaje majestuoso pasan­do a cámara lente y el humo de mi pipa disipándose en el aire. Si el alma no se cura en un sitio así, es que no existe alma. Agua y verdor por doquier, a pesar de ser agosto. El hombre tiene estos ele­men­tos embutidos en los genes y supongo que hay algo de atávico en el placer que he experimentado además del contraste con el mundo urbano y la región superpoblada en la que vivo.»

22 de agosto, de regreso al lago Teletskoye

« Llegamos a Jailú, centro de operaciones de la reserva y donde viven varias familias de guardas. Las mujeres e hijos de Genia y Valiera acudieron a la playa a recibirlos. El chico de Genia (unos 11 años) se le tiró al cuello bien contento y luego, muy orgulloso, le ayudó a llevar los aperos de los caballos.»

* * *

Hay quienes retienen las vivencias de un viaje como una colección de partículas y pueden ordenarlas y recrearse en ellas de forma independiente e individual. A mí me ayudan mis notas y las fotos, pues los viajes que hago, sean semanas o meses, se funden en un tiempo único y puntual, que está allí, en el pasado. De ese agregado sobresale o domina alguna sensación particular, a menudo compleja, y se combina con alguna imagen evocadora, de síntesis, que subyuga a todas las demás. He de hacer un esfuerzo si quiero liberarme y recordar más allá de esta especie de imposiciones tiránicas que, sin embargo, conforman mis tópicos personales y viven conmigo.

Mozambique es un mar muy azul, con una barra de arena dorada y cocoteros plegándose frente a un temporal que trae lluvia caliente y no inmuta a los negros que están allí, y contemplan algo (supongo). Huele a fermentos.

Colombia retumba en mi con música de charanga y los sonidos de la selva ; todo mezclado, color, fragor, verdor y sudor. Sensación de trópico crudo y vivo.

Australia es un llano muy rojo desbordante de luz y sin nada que mirar hacia arriba. Arbustos y animales, vacío de hombres. Otro mundo. Sensación de lejanía. Sensación de antípoda.

Y así podría seguir hasta llegar a Rusia. Quizás me falte aún algo de perspectiva temporal, pero de momento me quedo con la imagen amplia, serena y despejada de las aguas del lago Teletskoye reflejando la luminosidad del atardecer y flanqueadas por dos grandes macizos montañosos, oscuros y pétreos. Sobre ellas se sobreimpone, ingrávida, la imagen del rostro de Nicolai, sonriente y con sus grandes gafas claras. La sensación, un gran vacío afable.

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