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Esta “Carta los madeirenses” no es una carta convencional; tampoco es un informe de mi reciente y primer viaje a la Isla (del 28 de septiembre al 11 de octubre de 1980); ni siquiera es un resumen de las múltiples anotaciones acumuladas en mi diario de campo durante los pocos pero intensos días vividos. Esta carta es sencillamente el resultado de una creciente e irresistible inquietud por compartir las reflexiones que invariablemente surgen o surgirán, cuando nos enfrentamos con algo de sensibilidad a un medio peculiar y magnífico, como es la isla de Madeira: su naturaleza y sus gentes. Es pues un documento muy personal, escrito bajo la perspectiva de un isleño, científico y técnico en conservación de la naturaleza. Pretende ser, por otro lado, algo útil en la medida que ayude a reflexionar sobre la situación actual de Madeira, y tal vez a encauzar las futuras estrategias de desarrollo con mayor tino que el que hemos tenido los canarios.

¿A quién va dirigida mi carta? Como su título indica, a los madeirenses, pues es en ellos en quienes pienso cuando escribo estas líneas. Es común caer en el vicio de considerar la Naturaleza como algo ajeno e incluso antagónico al hombre. La Naturaleza es y seguirá siendo el soporte donde forzosamente se ha de asentar e integrar la especia humana; integración que debe ser racional y comedida, de manera que posibilite la perpetuación de ambas partes: hombre y medio.

En ambientes insulares físicamente restringidos y densamente poblados parece difícil de conseguir una integración hombre-medio que sea estable, particularmente en un mundo moderno como el actual, lacrado por la sobreexplotación y el despilfarro de los recursos naturales. Sin embargo, dicho objetivo puede no ser tan utópico si orientamos el desarrollo a medio y largo plazo hacia fines distintos al lucro económico inmediato, que es el que hoy impera.

Obviamente, y por su contenido, esta carta está especialmente dirigida a un grupo particular de maderienses; a aquellos que por compromiso político, por mandato administrativo, o por simple responsabilidad intelectual, tienen en sus manos o su alcance el presente de Madeira. Sin embargo, no podemos olvidar, que son todos los habitantes de las islas los depositarios y usuarios de tan singular patrimonio y que, en definitiva, y en un estado de derecho y de libertades públicas, recaen en ellos el compromiso de transmitir a las generaciones venideras el patrimonio natural lo menos deteriorado posible y con el máximo de opciones abiertas.

Alguien dijo, que los recursos naturales no los hemos heredado de nuestros padres, sino que los hemos tomado prestados de nuestros hijos.

El por qué escribo estas reflexiones, me lo he preguntado varias veces. Creo que en mi caso puedo hablar de compromiso intelectual y profesional. En Canarias he asistido al vertiginoso “desarrollo” que comenzó en los años 60. Conozco bien todas las islas, incluso los islotes, y me duele mi tierra. Entiendo que el nivel de vida ha cambiado mucho y para bien, pero cuestiono el tributo que ha tenido que pagar el territorio: la naturaleza y nuestras más entrañables coordenadas de personalidad. Pienso que muchas cosas se podrían haber hecho de otro modo, pero ya es tarde para lamentaciones, y las circunstancias de aquella época eran bien distintas a las actuales.

Tal vez en Madeira estén aun a tiempo de evitar varios de los errores que hemos cometido los canarios. Quizás pueden ensayar los madeirenses modelos y sistemas que aquí no tuvieron una oportunidad. ¡Ojalá!

Como isleño empedernido que soy, he visitado Madeira, he caminado por sus lomas, he hablado con hombres y mujeres de la Isla, sobre su historia, su desarrollo socieconómico, su geología y los seres vivos que la pueblan. Me he enamorado, en definitiva, de una isla hermana, con muchísimas cosas en común, y quiero simplemente, darme una oportunidad de contribuir a su conservación.

Madeira y demás islas periféricas -Porto Santo y las Desertas- fueron descubiertas por la civilización occidental en la misma época que las islas Canarias (siglo XV). Sin embargo, y a diferencia de Canarias, este pequeño archipiélago bastante más alejado del continente (a 545 km de África) no estaba habitado por el hombre. Ello quiere decir, que el panorama actual es el resultado exclusivo de las actividades del hombre europeo en más de tres siglos de asentamiento en su territorio.

El valor relativo de las cosas surge de la comparación con otras similares. Se puede afirmar que Madeira era una isla rica: un clima benigno para las personas y favorable para los cultivos: tierra fértil, aunque escasa y en complicada disponibilidad como consecuencia de la tortuosa orografía, y sobre todo, agua en abundancia, factor primordial y limitante en la producción biológica en cualquier sito.

No puedo entrar en detalles descriptivos de cómo tuvo lugar el asentamiento y posterior desarrollo. Pero en esencia, no difiere mucho del practicado en Canarias. Los comienzos se caracterizan por una rápida y desmesurada ocupación del terreno en la que el fuego actuó como principal instrumento de roturación (ver Fructuoso, 1925). La deforestación sufrida por Madeira, una isla cubierta por los bosques hasta la orilla del mar, ha sido muy notable, y según mis cálculos, solo el 26% de lo que antaño fuera bosque natural, perdura en la actualidad.

La presente ocupación de suelo es intensa en virtud a una ingente labor de roturación y aterrazamiento. El suelo agrícolamente útil supone un 33% del total (Blümel and Wirthann, 1973) lo que es muy alto para una isla montañosa como Madeira. Los terrenos marginales son utilizados para el pastoreo semi-intensivo, a lo que hay que añadir una alta proporción de las zonas forestales en las que aún se mantiene ganado libre.

La superpoblación que soporta la isla es notable con 280.000 habitantes en 741 kilómetros cuadrados (378 habitantes/km2), densidad que si la referimos al área útil nos arroja cifras muy preocupantes: 1.120 habitantes/km2. Si considerásemos un sistema económico cerrado, ello supondría que a cada habitante le corresponden escasamente 892 m2 de suelo útil.

Debido al clima mas húmedo y orografía escarpada de la vertiente norte, es la vertiente meridional la que ha recibido el impacto principal de la ocupación humana (en Canarias ocurre exactamente al revés). Los pueblos del norte son pocos y pequeños y de hecho en Funchal y su entorno, que represente aun escaso 2,5% de la isla, vive aproximadamente la mitad de la población.

La emigración, al igual que lo fue en Canarias, es una constante en la vida madeirense (Sud-África, Venezuela, etc.) y si bien representa un sustancioso apoyo económico, apenas alivia el principal problema que afronta Madeira como otras tantas islas del Atlántico: la superpoblación.

Las consecuencias de esta singular distribución son muy notorias en el medio natural. La cara sur de Madeira ha sido totalmente transformada y, salvo en los escarpes inaccesibles y acantilados de la costa, apenas podemos hallar vestigios de lo que fue la vegetación primitiva.

Las masas forestales que tanto llaman la atención del visitante son, en esta zona producto del cultivo y repoblación de especies exóticas, principalmente eucaliptos, pinos y acacias. Estos bosques aportan todavía en la actualidad, la leña para la construcción y la que necesitan los campesinos para sus hogares. Las consecuencias negativas de esta sustitución y explotación de la masa forestal son bien conocidas: empobrecimiento mineral y pérdida de suelo por erosión (muy acusada en zonas altas del SE, disminución de la captación de aguas, y disminución de la diversidad ecológica (muy negativo para las zonas agrícolas colindantes). Algunas de estas zonas, principalmente en medianías y cumbres, han perdido su potencial de recuperación quedando prácticamente inútiles para el uso agrícola.

La vertiente meridional ofrece, por tanto, un aspecto totalmente antrópico, mientras que en el norte se conserva todavía el sello agreste de la geomorfología insular, repleta de grandes y profundos barrancos tapizados por un manto verde de laurisilva más o menos transformada.

Sólo los fondos de los valles y las lomas y laderas de pendiente algo más suave, están ocupados por cultivos o algunos bosques plantados.

Por encima de una determinada cota, ya en altitud considerable, tuvo que desarrollarse una ganadería mucho mas intensa que en la actualidad, quedando como recuerdo de ella y del fuego que se aplicaba para la regeneración de los pastos, un paisaje vegetal muy singular, a base de extensos helechares y praderas de tipo subalpino.

El impacto de la agricultura en el medio natural isleño no ha sido tan profundo como en las islas Canarias. Por lo pronto, no ha habido un trasiego de suelos de un lado a otro, sino que, a base de terrazas y abancalientos, se explota prácticamente cada palmo de terreno asequible. El sistema resultante recuerda mucho a nuestros cultivos en La Gomera o en La Palma. La vid, traída de Chipre y Creta, sigue siendo el principal cultivo; luego la platanera y ya, en menor escala, la caña de azúcar, mimbre, grano y verduras diversas.

El agua es abundante y asequible gracias a un loable sistema de “levadas” que la recoge y distribuye. Para un canario se hace difícil comprender como una isla tan rica en agua, donde los barrancos corren todo el año, y donde existen cinco estaciones hidroeléctricas, pueda tener problemas en el sector agrícola. Pero es así.

La ausencia de una política parcelaria adecuada ha desembocado en una pulverización de la propiedad, y la mayoría de las parcelas, de dimensiones muy reducidas, se destina a los cultivos de subsistencia.

El problema se agrava si consideramos que los caseríos, muy dispersos, dificultan los equipamientos mínimos, y el grado de cultura, desafortunadamente muy bajo en este sector, no favorece el cooperativismo, ni sistemas de comercialización adecuados.

El turismo de masas que ha invadido Canarias llegó a Madeira con algo de retraso, probablemente debido a las dificultadas de comunicación. El aeropuerto se estableció en 1964, con un ligero pero significativo desfase respecto al primer “boom turístico”. Es en la actualidad cuando parece que va a despegar el turismo industrializado que todos conocemos y que, en la precipitación y enfoque sectorial, tantos destrozos ha causado en el paisaje y costumbres canarias. He observado, no sin dolor, los primeros síntomas de esta transformación en Madeira, y solo espero que allí sepan manejar de forma más racional e inteligente que nosotros esa arma de dos filos que es el turismo.

El balance de este brevísimo análisis podría resultar desalentador. Madeira efectivamente ha perdido mucho suelo, sus recursos naturales se han visto degradados y desplazados con la instalación de cultivos y los asentamientos urbanos; los incendios cobran su creciente tributo anual; las especies exóticas introducidas afectan y desvirtúan los sutiles equilibrios de la ecología insular, y así, un largo etcétera. Sin embargo, la Isla también se ha enriquecido con la aparición de nuevos recursos. Más de tres siglos de lucha con el medio han configurado a un pueblo trabajador, gente tenaz y de carácter afable que, quizás sea, junto con la imponente geografía de la isla, el mejor de los recursos.

La etnografía del pueblo medeirense es variada, singular y muy valiosa. Los viñedos, la artesanía del mimbre, el folklore, los jardines, el paisaje rural, han captado desde siempre la atención del viajero, en particular, de los ingleses, que encontraron en Madeira una especie de retiro idílico para los aquejados de salud. Incluso esta larga afluencia británica ha dejado un peculiar sello en la isla, especialmente en Funchal, una de las ciudades más bellas y recoletas del mundo. Es precisamente, de la hibridación de todos estos factores: de la tierra fértil y agreste, de la gente laboriosa, del comercio, de los ingleses, de las flores tropicales introducidas, de todo ello, de donde surge fundido en un crisol especial y asilado en medio del océano, la fortísima personalidad que define hoy a la isla de Madeira.

Madeira gusta a quien la visita, tiene carácter, tiene bouquet -si se me permite la expresión- y un merecido prestigio.

Estoy convencido que un desarrollo local que respete la idiosincrasia de la Isla como un todo, que integre e incluso apoye su turismo en ella, tiene que ser por fuerza un desarrollo más firme y duradero, aunque seguramente más lento.

Hay mucho en juego. El peligro que ahora afronta Madeira es el caer en las soluciones fáciles, en los “parches” a corto plazo y en los clichés propios del desarrollismo a ultranza. Si no logra resistir, todo acabará en una economía menos autárquica y en la banalización y prostitución de lo poco que puede mantener el orgullo de un pueblo: su tierra y sus señas de identidad. La isla ya está llena. No la llenen más en perjuicio de sus propios habitantes.

Este y no otro, es el mensaje y la alerta que quiero transmitir al pueblo madeirense. Es simple y forzosamente humilde, máxime proviniendo de otro isleño en cuyas tierras no se ha sabido reaccionar a tiempo y se ha actuado con una torpeza ejemplar.

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