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Para mucha gente de mi generación, nacida en el 53 y aledaños, Europa era un referente foráneo. Los europeos eran otros, no nosotros. Se hablaba de España y de Europa, con los Pirineos separando ambos universos como una muralla montañosa e impenetrable, que así la dibujaban en los mapas que colgaban en la pared de la escuela. Fui de los afortunados que ya siendo adolescente pude viajar a Alemania o Inglaterra por cuestión de estudios. En los años sesenta y setenta no era tan sencillo ni habitual cruzar el charco como lo es ahora, y la mayoría que lo hacía iba en busca de trabajo. Trabajo, ese bien que vuelve a escasear en los tiempos que corren.

Allí vi y conviví con los europeos, y a pesar de no tener problemas con el idioma, eran muchas las diferencias de bienestar, de higiene y las maneras de hacer las cosas, como para no reafirmar esa sensación o complejo de ser distinto, de ser menos, de venir de extramuros, extramontañas o extraocéanos.

Mi primer encuentro con la Europa que llevamos dentro fue de la mano de Salvador de Madariaga, un pensador que escribía cosas muy lúcidas en sus obras Prohombres y Procosas. Así, al asistir a una reunión técnica en el Consejo de Europa, en Estrasburgo, tuve una grata sorpresa al toparme con su busto a la entrada de la sala de conferencias. Mucho reflexioné sobre lo que había leído suyo, el lugar dónde estaba, y lo que yo pintaba allí. Y tras la intensa metamorfosis que se generó en mi cerebro, decidí agradecido ir a comprar un clavel rojo y depositarlo al pie de su efigie. Por cierto, que el humilde homenaje me costó una cifra escandalosa; un solo y simple clavel de los que a patadas se cultivaban entonces en mi isla.

Para entender Europa hay que mirarla como una flecha en el tiempo, con perspectiva histórica y no solo territorial. Decía don Salvador, que en su seno, con toda la suerte de gente distinta, idiomas, y formas de entender la vida, se ha amalgamado una cultura muy potente capaz de producir las ideas más bestias de la historia – y señalaba el genocidio metódico perpetrado por los nazis– y las ideas más avanzadas de civilización y racionalidad aplicadas al bien común, con la Revolución francesa y la Ilustración a la cabeza. Todo ello, y de ahí su valía, en un mismo espacio a la vez convulso y manso, unitario y diverso, esclavista y solidario … vital, en definitiva. A pesar de tanta trifulca, ahí sigue Europa navegando, capeando temporales, innovando y esparciendo su luz, la del intelecto, por toda su geografía y más allá de sus fronteras.

Me viene también al recuerdo unas palabras de Fernando Ordoñez, quien fuera Ministro de Asuntos Exteriores, dichas a la prensa en Barajas, de regreso de un viaje a África.: “¡Qué calentito se está en Europa!” – Fue su primer comentario a pie de avión y en medio de un aguanieve tremendo. Quienes hemos palpado la miseria que campa en determinadas regiones del mundo, entendimos esas palabras sentidas, nacidas quizás del horror contemplado.

Puestos a elegir, no me cabe la menor duda. Elijo Europa, consciente de lo que ha sido, lo que es hoy y del potencial que siempre tendrá por ser precisamente tan diversa y compleja. Y también tengo presente el privilegio que es vivir en la Comunidad Europea. Por eso, ahora me rilla cuando oigo hablar de España y de Europa como si fueran cosas distintas, como si siendo lo primero no se fuera lo segundo; lo mismo que Canarias es España, o Tenerife es Canarias.

Próximo el día fijado para elegir a nuestros representantes en el Parlamento Europeo, debería estar ayudando a hacer campaña a los compañeros del partido en el que, ya mayor, he decidido militar como simple praxis cívica. Sin embargo, aparte de escribir estas líneas, voy a comprar un pincel y pintura de colores. Tengo en casa una matruska traída de Rusia; una de esas muñecas de madera que se abre por la mitad y dentro tiene otra más pequeña y así otra y otra, hasta la más enanita. Empezaré por esa última y le dibujaré los colores de mis isla; blanco y azul; la siguiente con la bandera canaria; luego irá la roja y gualda de España; después la azul de Europa con todas sus estrellitas, y para las dos que quedan, esbozaré primero la superficie de los mares y continentes del planeta, nuestra biosfera, y acabaré con la pieza más grande, pintándola toda oscura y con puntitos representando las estrellas y galaxias del Cosmos.

Así me veo como ciudadano y asumo mi esencia política multiescalar. Esas personas que separan una de las muñecas y se olvidan de las demás, o incluso se empecinan en enfrentarlas entre sí, solo pueden estar posesas por el tribalismo, un instinto importante en nuestra historia como humanos, pero a superar en aras a lo que hemos dado en llamar civilización. Y lo civilizado ahora y siempre, es acudir a votar, sea la que sea la muñeca que redobla el tambor.

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