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En una ocasión como esta, creo obligado hacer una reflexión sobre el premio concedido, empezando por agradecer a todos ustedes –de corazón– el que estén aquí presentes. Agradecer también las palabras de Isidoro Sánchez, que como habrán podido comprobar, son palabras de viejo compañero de fatigas y de amigo, influidas por la nostalgia y por el recuerdo de algún que otro vaso de vino compartido. ¡Gracias Isidoro! por todo lo que has dicho –incluidas las exageraciones–, y por estar ahí, como siempre. Y mi agradecimiento, por supuesto, a todos los miembros del jurado de esta edición del Premio Medio Ambiente “Cesar Manrique”, que son los auténticos culpables este buen trance.

Sin demérito para ninguno de ello, si quiero, no obstante, destacar mi gratitud más cálida y sentida a Pedro Luis Pérez de Paz, palmero y botánico, porque me consta que fue él quien defendió mi candidatura con un ardor y elocuencia que sólo pueden surgir de un convencimiento sincero. Y partiendo de Pedro, es un honor muy personal. Así lo siento y deseo manifestarlo en público.

 * * *

Ahora bien, como quiera que Isidoro ha rebobinado la cinta del tiempo para recordarnos –como hace el propio premio– que ya nuestro pelo pinta gris; quiero yo también contar una anécdota del pasado –sólo una– que tiene bastante que ver con el día de hoy.

En Mayo de 1977, hace la friolera de 28 años, me encontraba yo en Harpers Ferry, Virginia, en Estados Unidos. El ICONA me había enviado a participar en un curso de planificación interpretativa organizado por el Servicio Federal de Parques Nacionales. Una buena tarde, el tutor que me asignaron –de nombre Jerry– me citó en su pequeño despacho, y allí me hizo sentar en una silla frente a la suya, a corta distancia. Tras unas pocas palabras de cortesía, fue directamente al grano y me preguntó.

–¿Tu te quieres dedicar a la conservación?

Si. –respondí convencido y lo más serio que pude.

    – Bien, pues dame tu mano derecha.

Así hice, la tomó y la levantó, manteniéndola erguida.

    – No olvides lo que te voy a decir, y ahora, dame tu mano izquierda.

Así lo hice también, de modo que acabé con los brazos en cruz y con un rostro orondo frente a mí, a pocos centímetros de distancia.

Solo entonces recordé que el amigo Jerry pertenecía al “otro” bando en cuestiones de ortodoxia sexual; bando contra el que no tengo nada en contra mientras no me quieran hacer feliz a la fuerza.

¡Oh, oh¡– me dije–, has caído como un cándido palomo

Sin embargo, cuando la alarma supongo que afloró en mi rostro, Jerry cogió un voluminoso tomo negro de leyes y lo colocó en mi mano izquierda.

Recuerda, – y se puso serio– siempre que trabajes en conservación con tu mano derecha, en la izquierda han de estar las leyes.

Y lo he recordado bien. De hecho, esta simple anécdota ha marcado mi vida profesional. Los biólogos somos eminentemente biófilos; amamos la vida en todas sus formas de expresión e, indirectamente, acabamos por enfadarnos con nuestra propia especie por el torpe modo en que trata a plantas, a animales y al medio ambiente en general. El hombre acaba por perfilarse casi como un enemigo, como un parásito de la naturaleza. Y esto es una aberración. La naturaleza se protege del hombre, pero se protege para el hombre.

En aquellos años setenta, el ecologismo vivía momentos efervescentes y la Facultad de Biología de la Universidad de La Laguna sacaba hornadas de biólogos militantes de la causa verde, en cualquiera de sus tonalidades. Más que ecólogos, formaba ecologistas. Hoy lo sigue haciendo.

Pero cuando se trabaja en la función pública, los valores personales son eso: personales, y no tienen por qué coincidir con los consensuados por la Sociedad; consenso que se recoge y viene expresado en las leyes. Podemos tener muchos datos; podemos tener la razón, pero ello no nos legitima para actuar o imponer nuestro parecer. La razón no legitima. O dicho de otro modo: el Parlamento legitima la sinrazón.

Cuando, sin cobertura legal, se emplea la razón para justificar cualquier acción pública, nos enfrentamos simple y llanamente a formas de tecnocracia antidemocráticas; formas contrarias al estado de derecho y no exentas de peligro. En materia ambiental es fácil encontrar argumentos que “justifiquen” una acción redentora, y sin que nadie le llame, puede surgir cualquier iluminado que tome el mando para salvarnos de nuestra propia torpeza. El ecofascismo es un riesgo cierto en nuestra sociedad moderna; quizás el único con argumentos de peso para autojustificarse.

La Ley es la única vía civilizada para cambiar las cosas. Y si las normas vigentes son obsoletas y no afrontan los nuevos retos emergentes, pues hay que cambiarlas o crear nueva normativa siguiendo el procedimiento democrático. No vale decir que la ley no sirve y saltársela. Desde luego, no en la vida pública.

Nadie debe estar por encima, ni actuar al margen de la Ley. Esto lo he repetido a muchos compañeros biólogos que se han incorporado a la Administración, y también es algo que habría que recordar a algunos dirigentes políticos, pues parece que lo olvidan. ¡Nada ni nadie, por encima de la Ley! Lo repito, por si hay algún desmemoriado cerca.

* * *

Espero que esta reflexión haya servido para explicar porqué un biólogo, como soy yo, recibe hoy un premio por su labor en el ámbito legislativo. Cuando empecé a trabajar profesionalmente, hace 30 años, en nuestro país faltaba prácticamente todo el régimen jurídico para afrontar la conservación con propiedad y legitimadamente. Por eso me lié a preparar borradores legislativos que, con mayor o menor suerte, han acabado formando parte del presente cuerpo jurídico de conservación, aunque alguno sigue coleando. El borrador de anteproyecto de Ley de Biodiversidad de Canarias lo entregué en Febrero de 2002, y actualmente se encuentra en trámite parlamentario, al parecer estancado. Espero que la demora que sufre, sea solo pasajera.

Y aprovecho este punto para hacer justo homenaje a una persona que debería estar aquí a mi lado. Aunque me esforcé en estudiar técnica legislativa a conciencia, el verdadero sentido de la Ley como norma de convivencia, expresión de los valores de la sociedad, y único instrumento civilizado para defendernos de las inmunidades del poder, lo aprendí de un gran jurista, a quien cariñosamente llamo “sensei”, el maestro. Todos los borradores legislativos los trabajamos juntos y es mucho lo que debo y debemos a “sensei”. José Javier Torres Lana, se que estás por ahí. Por favor, ponte en pié y recibe al menos mi aplauso y gratitud.

* * *

El premio de medio ambiente que otorga la Consejería de Política Territorial del Gobierno de Canarias lleva el nombre de César Manrique. Un honor y una responsabilidad que asumo gustoso. César siempre decía que había que cambiar las leyes, y recuerdo que yo le rebatía que no, que lo que había que cambiar eran los alcaldes. Hoy sé que tenía razón y a ello he dedicado una parte de mi vida. Pero también es verdad que la ley es un instrumento, un maravilloso instrumento, empero exento de voluntad. Sin voluntad política la ley no funciona. O sea, que yo también tenía algo de razón. Para conseguir una sociedad ecológicamente más sostenible, también habría que cambiar unos cuantos alcaldes.

César Manrique fue un hombre excepcional, con una sensibilidad extraordinaria hacia su tierra y el paisaje. A través de su desbordante pasión supo influir en la sociedad y despertar la conciencia ambiental. César dejó huella en Lanzarote y en todos los canarios. Su compromiso es hoy un referente ejemplar.

Yo he intentado hacer mis pinitos con programas de divulgación de la naturaleza, charlas, conferencias y demás inventos…, pero no cabe comparación. La racionalidad es buena consejera, pero no arrastra corazones ni voluntades. Por eso, cuando después de tanto esfuerzo sincero, uno hace repaso de los logros, a menudo pesa más lo que quedó en el tintero –lo que se pudo hacer y no fue– que lo realmente conseguido. Dicen que las sociedades cambian despacio, pero no es consuelo para alguien exigente y desesperado, máxime cuando el deterioro ambiental sí que avanza rápido. Y ya lo dijo Churchil: El esfuerzo sin resultados produce melancolía.

Desde esa melancolía aprovecho hoy para animarles a todos ustedes a tener más presente el medio ambiente, ese hogar común que no nos debería ser ajeno, e invito especialmente a nuestros parlamentarios a que retomen el proyecto de Ley de Biodiversidad de Canarias y le den el último empujón. Ese sí que sería un magnífico premio, y espero que no solo para mí. Al menos, hay que ser optimista sobre el futuro del pesimismo.

Y concluyendo con este arrebato de optimismo, he decirles que la melancolía también se cura con premios como éste. Así que no pierdan la costumbre. Muchas gracias a todos, de corazón.

* * *

 

Palabras pronunciadas en el Ayuntamiento del Puerto de la Cruz el 3 de junio de 2005 con ocasión de recibir el Premio Medio Ambiente “César Manrique” que otorga el Gobierno de Canarias .

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