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Acaban de terminar los estudios de turismo y la mayoría de ustedes –algunos ya trabajan– se enfrenta ahora al mundo laboral; al ejercicio de la profesión. El turismo es una actividad amplia y compleja, llena de retos y oportunidades, que exigirá de seguro el mayor de los esfuerzos para que puedan abrirse camino. Ganarán los mejores. No es un mundo fácil, sobre todo, porque son muchos los escollos y las trampas que en él proliferan. Y a veces, uno piensa que está ganando, cuando en realidad pierde lo más importante que una persona puede atesorar: su entereza.

No estoy pensando solo en dificultades como la competencia, desleal o no, el favoritismo o la explotación programada de los novatos; quiero hablarles de la corrupción, un mal que se va extendiendo en nuestra sociedad postmoderna como un virus contagioso. Me refiero a la corrupción con minúsculas, al margen de las grandes estafas, sobornos y prevaricaciones que saltan a la prensa de cuando en cuando. La pequeña corrupción cotidiana es la que mina realmente una sociedad. Una borrachera ocasional se supera sin mayor contratiempo; lo realmente pernicioso es el hábito diario, el alcoholismo implantado y asumido; lo que se ha dado en llamar la “corrupción sistémica”. Esa suerte de heterodoxia convertida en callada ortodoxia social, por simple anuencia o abierta complicidad, es la que carcome la eficiencia de cualquier sistema y la que adultera todo intento de justicia.

Cuando la corrupción se instala y se propaga desde las más altas esferas, acaba por llegar a todo rincón de la actividad pública y privada. Y el turismo, con su imparable dinámica económica, es un sector que viene demostrando ser particularmente vulnerable a este mal. Hay quienes piensan que le es endémico. Yo no lo creo así.

Las escuelas privadas de turismo preparan profesionales capacitados para ganarse la vida en este sector tan ambivalente. Ustedes son diferentes. Estoy convencido que además de aprender los rudimentos de la profesión, la Universidad aporta algo más: una visión más amplia que da o quita sentido a las cosas; que les permite y enseña a razonar; que, en de definitiva, les da criterio para opinar, para discernir entre lo que está bien y lo que está mal.

Más de uno oirá la frase “No seas tonto, si todo el mundo lo hace…” Así de simple es como el caballo de Troya se adueña de una moral débil, y abre las puertas a la chapuza y luego a la corrupción. Ustedes están equipados con ética, lo único que se necesita para cerrar las puertas a esta plaga de corruptelas encadenadas que se extiende por todos los ámbitos. Un proyecto, un plato de cocina, cualquier cosa que emprendamos en nuestra profesión, se ha de hacer siempre bien, aunque sepamos que luego quede marginado o se tire al cubo de la basura. El hacer bien las cosas es un compromiso con uno mismo, no con quien nos las encarga. Y nadie nos puede robar la profesionalidad, ni nuestra integridad.

Sé que resistirse a las ruedas de molino no es tarea fácil. Pero tengo fe en ustedes y espero que año tras año salgan de esta Universidad hornadas y hornadas de nuevos profesionales, que a su nivel, en sus variados puestos de trabajo, resistan los embates de la chapucería y la corrupción. Al igual que hice con la Promoción anterior, hoy les invito a formar parte de la Resistencia; a colaborar para que algún día vuelva a gobernar la rectitud.

Y aprovecho también para animar a algunos de ustedes a dar un paso más adelante. Muchas cosas no cambian, simplemente, porque nadie lo intenta. Ahora tienen ustedes formación, capacidad de razonar, criterios y espero que una moral bien fundada. Yo les invito a considerar la vía política como una vía no solo válida, sino deseable para mejorar las cosas. Desde una concejalía de turismo en un ayuntamiento, desde el Cabildo, el Parlamento o desde organizaciones ciudadanas, se puede hacer mucho. Hace falta decisión y coraje… y también suerte. No menospre­cien el poder de la corrupción.

Para concluir y alejar cualquier nubarrón gris en un día tan señalado como hoy, quiero dedicar mis últimas palabras a quienes hoy les acompañan. Yo también soy padre y sé que la graduación de un hijo es un día muy, muy especial. A muchos les habrá costado un gran sacrificio llegar hasta aquí y, de seguro, más de una discusión y disgusto. Pero la realidad de hoy lo compensa todo, y padres y alumnos, sin excepción, deben sentirse mutuamente orgullosos. La Universidad no regala los títulos. Vuestros hijos se lo han ganado a pulso y creo que todos nosotros debemos celebrarlo como corresponde.

La Laguna, 12 de julio de 2003

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